Debo confesar que me he vuelto adicto a pasear, en las tardes, por el Boulevard del Río, para admirar el cadencioso caminado de la mujer caleña y para recibir la brisa que trae consigo el río Cali, aquella que viene desde Pichindé, o desde Peñas Blancas; es decir, la que fabrican los Farallones de Cali, la misma que, según el poeta J. Mario Arbeláez, le levantaba la falda a las hermosas chicas de la década del setenta, que a las cinco de la tarde “se aventuraban por la Avenida Colombia.”
Aun cuando, para infortunio nuestro, los modistillos de ahora no propician que el viento les levante la falda a las mujeres, como le encantaba al poeta fisgón, cada día somos más los caleños y caleñas que salimos a pasear por el Boulevard.
A mí me gusta, sobre todo, mirar hacia el río e imaginarme como era, cuando, como cuentan los abuelos, tenía “10 veces más caudal” y los habitantes amainaban la canícula en los charcos de Los Pedrones, de La Estaca del Colorado Caicedo, de La Perla, pero sobre todo en el de El Burro, que quedaba por donde ahora está el museo de arte moderno La Tertulia y dizque se “tragó” a más de un bañista bisoño.
También me deleito con los hermosos árboles nativos que persisten, no solo por el boulevard, sino por toda la avenida Colombia: ceibas, samanes, cadmias, carboneros, chiminangos y diferentes tipos de palmeras. Sé que más allá, por los lados de la antigua Licorera y en adelante, el río pierde su encanto y se vuelve sórdido, transformándose de ángel en demonio, para morir después tristemente “engullido” por el también maltratado río Cauca.
El paseo también es propicio para recordar que, según los memoriosos, la avenida Colombia formaba parte del camino indígena que conducía al Océano Pacífico, aquel que se adentraba en la cordillera occidental, por la parte de menor escarpa. Es decir, que antes de la llegada de don Sebastián Moyano hasta ahora, que la transita el Mío, ha sido nuestra arteria emblemática.
Y también para recordar, que aun cuando el río Cali, debiera ser la quintaesencia de nuestro orgullo, no nos hemos portado bien con él: en épocas anteriores, las casas de los patricios se construían dándole la espalda, para verterle las aguas negras. Más aún, hoy en día, se pueden ver las bancas empotradas con el espaldar hacia el río, para que quien que se siente, no se extasíe mirando, “el río atravesando el sueño”; sino atormentándose con los vehículos que bajan ruidosos rumbo al hundimiento.
Y es que nosotros, en lo íntimo, albergamos vergüenzas que nos instan a darle la espalda al río. Tenemos tantas asignaturas pendientes, que preferimos voltear los ojos a las horribles culatas de los edificios, que como monstruos de sucias garras, nos advierten que esa es la Cali que hemos construido y que nos merecemos. Como aconteció en diciembre pasado, cuando las tascas se hicieron dándole la espalda al río y de frente a las culatas del horror.
Ahora, yo no sé a quién, ni porqué, se le ocurrió taparlo o esconderlo, por el tramo del boulevard, con una doble barrera de bambú y de veraneras, especies ambas de copa densa. Cuando crezca esa vegetación y perdamos la vista del río, ni siquiera podremos recomponer las cosas sin cometer un arboricidio.
En serio: la invitación para la administración municipal, es que no le tape el río a los caleños ni a los visitantes; que acometamos, desde ya, un proyecto que aproveche el júbilo colectivo por el hundimiento, por el Boulevard del Río y por el éxito de los World Games, para que remocemos la caleñidad, mediante acciones conjuntas entre el sector público y el privado, para el embellecimiento del río, de los edificios, de las iglesias, de los centros comerciales, de la galería, de los monumentos, de los puentes, de los muros, de las calles, de los hitos culturales e históricos, de los andenes y de las zonas verdes del cuadrante centro-centro de Santiago de Cali, comprendido entre las Calles 5ª y 15, y Carreras 1ª y 10.
Porque, dicho sea de paso, el centro de Cali, sigue siendo lo más feo de la ciudad: en algunas partes aun tiene el hollín de los tiempos de la explosión del 7 de agosto de 1956. Son muy pocos los propietarios de inmuebles que al menos lavan las fachadas o culatas, advirtiéndose un contraste bastardo entre la hermosura del boulevard y la fealdad de los edificios mugrientos.
Sería grandioso que nos volviéramos no solo adictos a caminar por el boulevard, sino por todo el centro de Cali, anhelando, eso sí, que los modistillos vuelvan a reciclar la moda de las faldas vaporosas, para que el condenado viento nos vuelva a mostrar los calzones de las caleñas, como en la época en que el poeta J. Mario alucinó creyendo que se los había visto todos. Todos, de tantos y de tan variados colores.