Al magnificar, descarrilar y sesgar muchas de las investigaciones que adelantan, se empujan a sí mismas en una dinámica suicida en la que con el fin de hacer revelaciones y mantener el inertes en sus actuaciones, hacen acusaciones insostenibles en casos que apenas arrancan. Cual es el objetivo? Satisfacer a una opinión pública distorsionada, devoradora de escándalos y en busca de acciones vengativas más que justicieras.
Los efectos sociales cuando los fiscalizadores se conviertan en regentes de espectáculos públicos son graves. Mientras el país trata de ajustar sus instituciones tras un histórico pero polémico acuerdo de paz, las entidades se concentran en dar golpes de opinión para ganar puntos con sus audiencias, como si estuvieran en medio de una campaña publicitaria o electoral. ¿O lo estarán?
El debate público que ha generado Trump en Estados Unidos por sus actuaciones arbitrarias, desconociendo las normas que garantizan el imperio de la ley para imponer mas bien sus deseos, puede trasladarse a Colombia. Las instituciones en una democracia existen para garantizar que los funcionarios públicos en sus campos y los ciudadanos en los suyos, cumplan las leyes, es decir, que respeten las reglas de juego que permiten la cohesión social.
El daño que generan entidades de control convertidas en eje del show mediático y en precampañas presidenciales, empieza por que dejan de cumplir sus objetivos. Los recursos públicos que se invierten para que investiguen, se malgastan en crear espectáculos, y hacer creer que actúan para bien del ciudadano. El resultado a mediano plazo será la pérdida de confianza en esas entidades, o bien porque sus sanciones son injustas, o bien porque no logran la dimensión que le hicieron creer a la sociedad que se necesitaban.
Las entidades se concentran en lanzar acusaciones, señalamientos e imputaciones con base en investigaciones parciales, que utilizan para hacer filtraciones selectivas fuera de contexto, que periodistas y ciudadanos reporteros recogen en sus medios y redes. Se reproducen realidades distorsionadas, verdades parciales o simples mentiras, creando percepciones públicas equivocadas. De ahí surge la idea del caos general y del mar de corrupción sobre el que navega la nación, ambas percepciones altamente exageradas.
Una vez creada esas percepciones, las mismas entidades se empujan a sí mismas para confirmar lo que plantean y sus aparatos de investigación se encaminan en ese sentido y no a buscar la verdad. Toman decisiones con base en sus propias distorsiones y el imperio de la ley queda subordinado a demostrar que son eficaces condenando delitos que se han inventado o imponiendo sanciones que nunca se aplican.
El efecto a corto plazo es la decepción de la ciudadanía frente al país. El pesimismo que registran los encuestadores se nutre de esa dinámica. La corrupción se tomó el país. Ante ese panorama, los líderes de las entidades de control surgen como los salvadores, los justicieros y los aparentes redentores de la moralidad pública.
La pérdida de confianza en esas entidades al convertirlas en organismos populistas es grave. El ciudadano, el empresario, el inversionista, el contratista, el funcionario público, entiende que no puede contar con esas entidades para adelantar procesos serios, técnicos, justos. Al contrario, sabe que con las herramientas y poderes que se les otorga por ley, van a cometer las arbitrariedades que sean necesarias con el fin de quedar bien ante los medios, los mediadores, y en últimas con esa opinión pública deformada por quienes desde los distintos poderes viven de generar espectáculos como ingrediente principal de ratings y popularidades vaporosas, o del aumento de adictos a la insensatez de las redes.