Hacer política hablando de educación es sencillo porque todos queremos educación. Es un tema popular que se presta mucho para ejercer el populismo -término bastante usado aunque poco comprendido-. Se tiene la idea de que todas las personas que tienen algo que ver con la política o el servicio público son populistas, pero eso no es cierto. El populismo lo ejerce todo aquel que dice lo que la mayoría quiere escuchar o que omite información para lograr un beneficio (que en el caso de la política está representado en votos). El Ministro de salud, por ejemplo, no es populista porque trata de mejorar el sistema con todo el país encima. Me parece un despropósito que algunos pretendan endosarle a él la muerte de Camila Abuara, mientras tantos otros vivos se aprovechan a gotas o a chorros del sistema, ya sea por un simple guayabo o por pura ambición. Cada Acetaminofén cuesta y un Ministro solo no puede combatir la corrupción.
Vale pues la pena meterse en el discurso de los políticos populares para conocer la razón de su popularidad: muchos han convertido los derechos fundamentales, estipulados la Constitución, en banderas de campaña electoral. Esos derechos ciudadanos son también deberes del Estado, y el Estado somos todos, aunque suene muy trillado. Esos señores que presiden las instituciones encargadas de velar por nuestros derechos dependen de nosotros; somos nosotros quienes, de manera directa -por el voto- o indirecta -por voluntad de los elegidos-, los ponemos a dirigir nuestros destinos. Somos nosotros los que con nuestra desidia e indiferencia les permitimos que una vez elegidos hagan lo que quieran. Somos nosotros los que toleramos la corrrupción a todo nivel, incluso aquella que con disimulo se embolsilla una devuelta ajena. Estoy de acuerdo con una frase que un gobernador lleva como diez años repitiendo, y ya no sé si como mantra o como karma: “El que llega al poder pagando favores sigue pagando para permanecer en él”. Y paga con nuestros impuestos, que son los de la salud, la educación y la infraestructura pública.
Volviendo al populismo, no encuentro gran diferencia entre convertirse en el político de la educación o en el de la seguridad, porque ambas cosas son derechos ciudadanos y deberes del Estado. Es decir, es obligación de todos los ciudadanos, políticos o no, procurar su cumplimiento. Por eso me dedico a desarmar discursos frase por frase, porque al desarmarlos podemos ir reconstruyéndolos. El discurso de la seguridad no me interesa porque ese ya está caído; años de bala, aparte de muertos, sólo nos han llevado a viajar a la costa cada año sin mayores preocupaciones, aunque eso si logramos ignorar que el costo de esa tranquilidad se cuenta en vidas perdidas o mutiladas de militares, policías, ciudadanos corrientes, guerrilleros y paramilitares. En ese discurso del aumento del pie de fuerza poco importa que sean los hijos de otros los que tengan que ponerle el pecho a las balas. Ese discurso de vena brotada en plaza pública que clama por sangre de guerrillero y que echa mano de fotos de policías muertos para ganar adeptos me resulta inhumano y desagradable. Y es ese el alimento que nos dan todos los días los medios: muertos y más muertos y los relatos escalofriantes de sus asesinos. Los medios han contribuido mucho a que nos hayamos convertido en una sociedad que no se espanta con la barbarie; en una sociedad a la que se le secaron lágrimas.
El discurso de la educación sí me interesa, porque en la educación están las luces para dejar de ser una sociedad tan violenta y tan propensa al quebrantamiento de la ley. Con la educación podríamos lograr un respeto a la vida del otro, a la diferencia y a las leyes; podríamos aprender a trabajar en equipo para dejar a un lado el individualismo que impera en todas partes. Esas cosas tan básicas disminuirían la violencia cotidiana, esa que ejercen los ciudadanos que no pertenecen a ninguno de los muchos bandos que tenemos y que cambia vidas por celulares o bicicletas. Decía Kant que la educación es el problema más difícil que puede planteársele al hombre, porque los hombres son educados por otros hombres que a su vez fueron educados por otros. En nuestro caso, somos unos maleducados violentos tratando de educar a unos niños que son como esponjas para absorber lo bueno y lo malo. Para Kant, las luces dependían de la educación y la educación dependía de las luces. En Colombia estamos a oscuras y no basta con construir colegios, parques educativos, regalar tabletas o con que presidentes y gobernadores vayan a dar clases en las escuelas para dejar registro fotográfico. Tendríamos que empezar por reconocer primero que no cualquiera es maestro.
Diana Londoño.
Nota: La imagen fue tomada de la página de Facebook de Gina Parody.