A propósito de trapos insalubres, una buena señora regenta una pequeña cafetería cerca al Centro Histórico. Es un día caluroso. Cuatro personas entran bulliciosas y sedientas. Para mala suerte de la propietaria no le piden nada embotellado, pues a una de ellas le pareció buena idea un delicioso jugo de naranja natural y los otros se antojaron. Y ahí empieza el suplicio.
El exprimidor es manual y las naranjas son pequeñas, duras y secas. La señora se pone a la labor con pesadumbre. Después de apachurrar varias naranjas, el esfuerzo y el calor empiezan a hacerle mella. Suda; de vez en cuando agarra un trapo que alguna vez fue blanco y se limpia la frente, pero en el arduo proceso, varias gotas se precipitan al jugo inexorablemente. Los clientes dejan de conversar. La miran de reojo. Hay tensión en el ambiente. El fragor del tráfico afuera en la calle es apenas un rumor lejano. Solo se escucha el cuchillo hincarse una y otra vez sobre la fruta y golpear la tabla. Cerca al mediodía el calor es implacable.
En este punto la señora realiza su máximo esfuerzo. No se va a rendir. Ni más faltaba. Sacará los cuatro vasos cueste lo que cueste. Pero el tiempo corre y la paciencia mengua. Las naranjas limpias y frescas de la nevera se agotan y todavía falta jugo. Ya no hay tiempo de lavar nada y las coge directamente de una costalilla que está en el suelo, bajo el lavaplatos. Ahora la mugre de las cascaras, el sudor y el trapo son todo uno. El color del jugo es de un amarillo grisáceo.
"Adiós, por aquí siempre a la orden". Antes de salir al incendio de la calle, uno de los clientes cree observar una cierta sutil sonrisa maliciosa. Será cosa del calor o del relampagueo del sol sobre la lámina metálica del mostrador.