Apenas vamos en mitad de diciembre y ya llegan a más de doscientas personas heridas con pólvora y eso que faltan las dos festividades mayores, 24 y 31, que es cuando más se gasta en esa “distracción” de fin de año.
El hecho es que en pueblos, veredas y ciudades se empieza a traficar con pólvora desde finales de octubre y no vuelven a parar hasta que se acaba el año, paseando estos objetos explosivos en las narices de las autoridades locales, sin que se haga nada por detener su comercio y uso.
Los alcaldes y la policía que deberían tener planes de control eficientes, se hacen los bobos y dejan todo el esfuerzo a campañitas de radio y televisión, pero no decomisan, no sancionan y sobre todo no comunican de manera eficiente los peligros del uso de la pólvora.
Los alcaldes, en primer lugar, deberían prohibir de manera contundente este tráfico que se da en cada esquina, fabricado en cualquier garaje y sin que haya verdaderas medidas de control. No se sabe cuánto hay de desidia y cuánto de corrupción en las alcaldías que toleran la venta y el uso. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que se trata de una mezcla de ineficiencia, populismo y corrupción, un coctel peligroso que cobra vidas y deja secuelas imborrables, en muchos casos en niños y niñas.
Entiendo que se hagan shows específicos, con explosiones controladas por personal experto, pero se trata de espectáculos localizados, de corta duración y no de toda la noche como son las explosiones permanentes en calles y vecindarios.
Tampoco el gobierno nacional, a través de sus ministerios de Salud o del Interior hacen mayor esfuerzo por el control de este maldito tráfico. Ni siquiera los ambientalistas, o mejor los animalistas, se movilizan contra la pólvora y eso que con cada estallido sufren miles de mascotas.
Si se hiciera la misma campaña educativa que se hace, por ejemplo, contra los cigarrillos que a través de los años se ha logrado conscientizar del daño que producen en el organismo, tal vez la sociedad comenzaría a entender el peligro de la pólvora. Pero no, esto se trabaja con un nivel de improvisación asombroso lo que permite que cualquier niño o niña tenga en sus manos, un volcán, un volador o un tote, el arma principal en las quemaduras de fin de año.
Tocaría que nuestros honorables congresistas legislaran para obligar a las alcaldías actuar con severidad y según las mediciones de quemados, se aplicaran sanciones a los municipios que no se pongan las pilas en el control. De la misma manera habría que exigirle resultados de decomisos a las policías municipales que no pueden pasar de agache en esta tarea.
Habría que exigirle resultados de decomisos a las policías municipales
que no pueden pasar de agache en esta tarea.
El otro acto de populismo irresponsable es el control de las motos que andan como les viene en gana y se pasean felices ante los ojos incapaces de las autoridades de tránsito. No hay forma de obligar el uso del casco, tampoco el control de cantidad de pasajeros que en muchos casos excede de tres, mucho menos control sobre las luces, ni exigencia del chaleco reflexivo en las noches o pago efectivo del soat. Los motorratones son los dueños de las vías, en especial en los pueblos y su forma de conducir es francamente irresponsable, no solo con ellos mismos, sino con la ciudadanía en general. Las motos son el gran factor de accidentalidad en Colombia y a pesar de las estadísticas, sus mecanismos de presión pesan muchísimo en la alcahuetería de las alcaldías. No se trata de prohibirlas, ni mucho menos clavarlas con impuestos y peajes, se trata de hacerles cumplir las normas de seguridad y establecer un protocolo de utilización de las vías, que se cumpla.
Si los alcaldes se tomaran en serio su deber tendrían en estos dos temas un gran desafío: Motos y pólvora, dos factores de populismo y corrupción que se han convertido en amenazas públicas a lo largo y ancho de nuestro país.