El domingo es el peor día de la semana. Hay estadísticas que comprueban que ese es el día en el que más se suicida la gente. Entre las cinco y las siete de la noche quiero morir. Es una agonía que ninguna serie puede atenuar. Con ganas de derrotar ese monstruo le propuse a mi esposa que hiciéramos un caldo de pollo. Nada más reparador que una sopita a las siete de la noche. Así que con toda la ilusión me fui a la Olímpica que queda al frente de mi casa. Por cierto, nunca se pasen al frente de una Olímpica. Es un verdadero infierno. Los camiones empiezan a descargar desde las cinco de la mañana. Nos ha pasado que en medio de la noche una alarma nos despierta. Brama como una sirena borracha. Es alguien de Olímpica que ha dejado algo mal puesto. En Olimpica nada funciona. Iba a escribir que la Olímpica que es nuestra vecina es una menor, un puntico insignificante en la cadena y que por eso es que debe ser que ni las cajas funcionan, que siempre hay una fila eterna para comprar cualquier cosa, que es horrendo comprar allí porque nunca tienen el código de la fruta, porque todo está al límite del vencimiento, pero recuerdo que en Olimpicas grandes, como la de Iserra 100, me han vendido carne en descomposición. Me pasó la primera vez el 30 de diciembre del 2020, tenían expuesto unas chatas con la fecha vencida. Cuando empezamos a asarla una nube de putrefacción empezó a invadir el apartamento como si fuera una plaga de langostas.
El más atrofiado de mis sentidos es el olfato. Por eso no sé reconocer olores. Por eso me pasa las cosas que me pasan cuando voy a Olimpica. Entonces me dispongo a comprar el pollo, cuatro pierna perniles de pollo criollo, gordos y jugosos, que quede para una sopa de cena y otro para el desayuno. Me voy a la casa con la leve sospecha de que algo anda mal. En la fila eterna algo empezó a molestarme. Era un olor dulzón, como a muerto de varios días. La pereza de armar escándalo me contuvo. A lo mejor son los fantasmas de los olores pasados. Así que llego con la libra de pollo a la casa. Empezamos a cocinar y otra vez el hedor típico de tantos alimentos olímpicos. Me tocó bajar las escaleras, enfrentar al gerente, decirle que me tenían hartos los camiones de la madrugada, las alarmas, las cajas que no sirven y el pollo podrido. Me pidió la factura, no la llevé, en mi vida he botado cada cosa que me ha llegado. Para mí una factura es basura. Pero vi al buen carnicero que partió las piedra perniles y le hice el reclamo. La respuesta de él me dejó frío
-Así me echen, no me importa, yo le dije a ellos que el pollo olía raro y aún así me pusieron a venderlo.
El gerente puso cara de pistola. El joven carnicero se puso pálido pero siempre firme. La gente que estaba apostada empezó a reclamar y la reflexión invadió el lugar ¿Para esto han acabado las tiendas de barrio estas cadenas de supermercado? Me devolvieron de mala gana apenas dos pierna perniles. No quise pelear. Igual era domingo, si es pesado viendo el último capítulo de Last of us, ¿Cómo será en medio de una pelea a los gritos en un supermercado?