Dos personas han monopolizado el ejercicio de la política en Colombia en los últimos ocho años. El asunto empezó cuando el hoy presidente entró en desacato a su antecesor respecto a la política internacional y principalmente respecto al grueso tema de la negociación de la paz con la insurgencia armada. Desde que Uribe y Santos partieron cobijas cuando iniciaba el mandato del segundo, el país político ha entrado en una confusión generalizada de la que no sale aún y está marcando la campaña electoral en curso. Analistas y opinadores de todas las orillas se fueron bajando uno tras otro del paradigma interpretativo clásico izquierda vs. derecha, a lo que siguió la graduación del uribismo como oposición y a la desaparición necesaria de la Izquierda colombiana como contraparte histórica del Estado oligárquico.
Al mejor estilo del Frente Nacional (1958-1974), en estos dos cuatrenios tanto gobierno como oposición han correspondido a facciones de derecha. A la Izquierda se ha reservado un limbo que apenas ahora parece abandonar, cuando los partidos tradicionales y de las mafias están quedando desnudos ante una ciudadanía que este año no quiere más de lo mismo. Desde hace varios meses, las encuestas de intención de voto tienen relegados a los representantes de las derechas a las últimas posiciones. Hay pues, un viraje de la opinión pública nacional hacia posturas democráticas y menos oscurantistas que las adoptadas en estos dieciséis años de “uribesantismo”, los mismos que duró el Frente Nacional.
El contrapunto Uribe vs. Santos se ha instalado de tal manera en el cerebro de tantos colombianos, que dejaron de entender la política más allá de lo que ocurriera con esos dos personajes. La palabra “polarización” es la que mejor expresa esa alienación mental reduccionista que no deja ver los diferentes planos de la sociedad donde se está jugando el futuro del país. Esa expresión es desafortunada para señalar una agudización de contradicciones entre una derecha cruda y una derecha refinada, o una izquierda extrema y una izquierda moderada. El término “polarización” se aplica a un escenario en el cual los dos elementos del espectro político (izquierda y derecha) entran en un proceso mutuo de radicalización, de desplazamiento hacia sus respectivos polos o extremos. Es muy distinto lo que viene ocurriendo en Colombia en esta segunda década del siglo.
Cualquiera medianamente informado ha podido presenciar que la Izquierda armada entró en un proceso de negociación que logró ya, incorporar al sistema político, al orden establecido, a la organización armada más importante de las existentes en el país a través de un proceso de diálogo, a cambio de algunas reformas rurales mínimas y unas garantías de participación política que hoy están en gran parte desconocidas. También resulta inocultable al observador desprevenido que lejos de cumplir los compromisos adquiridos con la firma de los acuerdos, el Estado ha sido incapaz de controlar los territorios “pacificados”, y garantizar el derecho a la vida de los desmovilizados y los líderes sociales que han quedado a merced de neoparamilitares y mafias de todo tipo. Nadie sensato puede decir que haya una radicalización de las formaciones armadas antisistémicas, sino al contrario, una integración de ellas al orden político dominante.
La Izquierda democrática, llamando así a la que se orienta por los métodos pacíficos, persiste en el juego que le ofrecen las instituciones y cree más que antes en la lucha electoral y parlamentaria. La mayoría de ella, abraza hoy un pragmatismo que la ha llevado a votar por opciones de derecha no extrema, a cambio simplemente de no dejarse aislar del juego político o “arañar” pequeñas cuotas de participación.
No hay pues, radicalización de las Izquierdas en Colombia, y al no haberla, la palabra “polarización” carece de toda referencia a la realidad del país. Lo que se está viviendo desde hace ocho años, no es otra cosa que una radicalización de las derechas. Un proceso de endurecimiento de las fuerzas más retrógradas de la sociedad nacional, que no solo rechazan la reconciliación sino que parecen dispuestas a desencadenar nuevos ciclos de violencia. De la mano con esa beligerancia política, han desatado una campaña contra las maneras de pensar, vivir y compartir en el mundo y en la época que nos han correspondido. Han descendido así, a los planos de la moral individual y familiar para avanzar desde allí su lucha contra la libertad en todas sus formas; de manera que las derechas ya no se conforman con la política sino que pretenden abarcar también los dominios de nuestra vida privada.
Lo que se denomina “derecha” desde la Revolución Francesa, es la defensa del autoritarismo y del “statu quo”, del establecimiento político y socioeconómico. Tanto en esa lejana época como en la actual, la estrategia más efectiva de esas fuerzas para mantener todo como está, es generar, inventar y difundir miedos. En Colombia los hay para cada público. Para los más atrasados el “castrochavismo”, para otros las supuestas expropiaciones que anuncia el candidato de la Izquierda, y no faltan los que hacen campañas contra la “polarización”, que a la vez asocian con la lucha de clases. Desde luego, para que haya miedo se necesita ignorancia, y ella en nuestro país es rampante.
En Colombia la historia política ha transcurrido de la mano de los miedos. Siempre una masa de ignorantes ha sido manipulada con temores prefabricados: a los ateos, a los comunistas, a los narcoguerrilleros, a la “ideología de género”, al “castrochavismo”, al “populismo”, a la “polarización”, y a todo lo que sea conveniente en cada coyuntura para mantener blindado el monopolio del poder económico y político. Cada miedo se diseña para cada situación, para cada tiempo y cada espacio; los actuales son tan ridículos como los de épocas pasadas, pero igualmente efectivos para que la gente de a pie, que sufre los rigores del orden establecido, termine volteando la mejilla para pedir la otra bofetada.
Las multitudes colombianas han sido consumidoras de los miedos más terribles, que se transmiten entre generaciones y desencadenan guerras a las que se acostumbran tanto, que luego les da miedo terminarlas. Así viene ocurriendo en este país que tenemos bajo los pies.
Vivimos en un país violento y una sociedad injusta, donde los ciudadanos se consideran a sí mismos condenados en vida, y cada vez que alguien da la cara o alza la voz contra los poderosos, el miedo se convierte en pánico, a tal punto que los asesinatos terminan siendo aceptados como males necesarios para mantener la estabilidad amenazada. Ocurrió con varios candidatos presidenciales y un partido entero físicamente aniquilado: la Unión Patriótica.
Del sentimiento del miedo se transita en línea recta al del odio. En pocas sociedades se ha vuelto tan peligroso hablar de política como en Colombia; a propósito de ningún otro tema salen a flote los odios como cuando abordamos asuntos electorales, gubernamentales o de debate público. Los colombianos evitan hablar de política porque sienten que al hacerlo, profanan sus círculos familiares, sus lugares de trabajo o de estudio. Solamente poner los temas sobre la mesa, parece causal de mala conducta. Pero lo anterior no es gratuito. Es la consecuencia compleja y cultural de una historia de violencia política que ha destruido los tejidos sociales, las solidaridades y las confianzas mutuas entre las personas. Detrás de cada contradictor, vemos un guerrillero o un paramilitar al acecho que solo existe para ofendernos, de tal suerte que lo menos peligroso es callar.
Esta campaña electoral a la que asistimos para designar congresistas y presidente de la República, aunque está trayendo gratas sorpresas, ha sido también como la del plebiscito por la paz de octubre de 2016, un escenario amplificado donde se cruzan como espadas, los miedos y los odios enfilados contra la esperanza de la justicia y la paz. Ese escenario amplificado, vale reiterarlo, no es el de ninguna polarización sino el de una radicalización de las derechas, que a diferencia de situaciones pasadas, están sintiendo un miedo propio que ya no logran transferir fácilmente a la ciudadanía, y se van quedando con él sin que puedan disimularlo. Anticipadamente han empezado a rodar las tulas cargadas de billetes (verbigracia Tunja), los bancos adelantan un bloqueo financiero, y se señala a Petro de azuzar la lucha de clases, como si ese no fuera el oficio de quienes nos gobiernan y nos han gobernado. Si no hubiera existido una intensa lucha de clases en Colombia, si solo ahora la estuviera inventando un candidato presidencial, no sería este uno de los países con mayor desigualdad social del planeta y con 8 millones de campesinos despojados de sus tierras, para no hablar de masacres y asesinatos.
Radicalización de las derechas, miedos y odios, constituyen una de las caras de la moneda nacional. La otra, es la de las resistencias y de la esperanza, porque sectores de la sociedad antes indiferentes o cerebralmente lavados por la prédica del uribismo, han empezado a trazar sus propios caminos y a entender que su “no futuro” tiene los nombres propios de quienes han gobernado el país. Las élites dominantes están quedando al desnudo después de una cadena de escándalos de corrupción que siguen impunes, su probada incapacidad para acabar definitivamente el largo ciclo de violencia política, llevar el Estado a los territorios donde antes se libró la guerra, redistribuir el ingreso nacional para reducir la desigualdad, ampliar la democracia y garantizar los derechos sociales consagrados en la Constitución. La clase política está “rajada” en todas estas materias y pocas veces en la historia su autoridad moral e intelectual se había resquebrajado tanto. Sus candidatos a presidencia y congreso no generan entusiasmo ni alcanzan a ocultar que sus programas son simples maquillajes al injusto orden reinante.
Si las tendencias generales en la intención de voto se mantienen, los partidos que giran alrededor del uribismo y el vargasllerismo no podrán acceder en esta oportunidad al voto de opinión. Sus votantes serán los que puedan seducir con ofertas de empleos, dinero y las tradicionales prebendas de tamales y cachivaches. El volumen de su votación lo determinará el tamaño de las tulas, a no ser, que atajen a su adversario de turno como repetidas veces lo han hecho: la lista empieza con Jorge Eliécer Gaitán…
Sea cual fuere el resultado de la campaña electoral en curso, las oligarquías tendrán de ella un mal recuerdo. Los partidos y grupos políticos que las representan, lucen desorientados, poco tienen para decir, ya no asustan ni transmiten sus propios miedos. Los odios, por otro lado, siguen ahí, latentes. Hasta ahora se expresan ante todo en los bloqueos a la campaña de “Colombia humana” y en la avalancha de noticias falsas sobre su candidato que ruedan veloces por las redes sociales. Frente a todo lo descrito, un amplio sector político no tradicional pero confundido, en nombre de la necesaria reconciliación que es indispensable para consolidar la paz, clama angustiado contra una polarización que no sabe definir, o que identifica con la exigencia de cambios de fondo en la situación del país, sin advertir que los cambios superficiales y cosméticos, los “no polarizantes”, son precisamente los que hoy enarbolan las opciones del continuismo, expertas en proponer cada cuatro años los cambios a su propia medida, que les permitan crecer y reproducirse vegetalmente mientras las mayorías los soportan resignadas.
Las que están radicalizadas son las élites y sus vocerías políticas. Es a ellas, y no a los ciudadanos comunes, a quienes se debe predicar tolerancia, civilidad, paz y democracia.