La ciudad es, como lo dijo Munford, el artefacto más complejo de que haya sido capaz el hombre. En ella se reúne la factura humana, cultural, y la fuerza operativa de la naturaleza. Es paisaje humano y paisaje urbano. Pero hoy la complejidad de las ciudades ha impuesto una especie de “furia urbana”, como la ha llamado el escritor Antonio Skarmeta, que ha penetrado todas las esferas de la vida contemporánea.
Pero, ¿y si el poeta de hoy se resiste a lo que puede ser esa fatalidad temática que cerca no solo a la poesía, sino la literatura y el arte en general, y prefiere éste sacar de la memoria una provincia, una aldea, una campo, para contraponer a la ciudad un espacio más íntimo y propicio a la poesía que atenúe la realidad apabullante de lo urbano?
Un poeta puede escribir frente al concepto ciudad, o frente a la ciudad no conceptuada, o frente a la ciudad ya literaturizada o procesada artísticamente. Seguramente tenemos percepciones diferentes de las ciudades reales y de las ciudades hechas ya espacios míticos y culturales. Hoy tal vez no hay duda de que las ciudades reales las empezamos a conocer a través de los libros, o en el cine, o la música, es decir los libros prefiguran las ciudades en muchos casos. Nos las anticipan, nos las provocan. ¿Acaso no es por eso que la literatura es una de las más efectivas y deliciosas formas de viajar?
En realidad una ciudad es por eso un amplío y complejo repertorio de hitos de la memoria individual y colectiva: una plaza, una esquina, una modesta casa, un monumento histórico, un árbol, una puerta, un patio, una fuente, una calle, un simple gesto arquitectónico o un complejo habitacional, un episodio personal o familiar o una huella profunda en la historia, un café, una librería. Elementos todos que pueden estar contenidos, listos para ser reactualizados por un lector, en casos y autores en los que la literatura es pródiga.
Como el Dublín de James Joyce o Lawrence Durrell; la Alejandría de Kavafis; el Buenos Aires de Borges; el mismo Buenos Aires de Horacio Ferrer o Arlt; el París de Raymond Queneau o Boris Vian; el New York de Langston Hughes o Lorca; La Habana de Lezama Lima, de Eliseo Diego, o Wendy Guerra; la Cartagena del Tuerto López, de Javier Hernández o de Pedro Blas; el Tir de Abbas Baydum; el Tokio de Takashi Arima; el Lima de Pedro Granados; la Barranquilla de Meira Delmar o Amira De La Rosa; el Medellín de Helí Ramírez o de Víctor Gaviria. Ciudades todas descritas, imaginadas, falseadas, amadas y odiadas, en y desde la poesía para terminar supuestamente como plantillas sobre los mapas reales o sentimentales de esas ciudades.
Por otra parte, considero que si fuera posible alguna función clara y confiable de la poesía sobre el ciudadano, esta no podría estar sino planteada en términos de propiciar un convencimiento, posibilitar una sensibilidad más allá de las percepciones reales del objeto-ciudad, a través de la palabra poética, en la que sufre de inmediato una transustanciación fundamental, en el sentido en el que la ciudad, lo urbano específico, sus calles, sus edificios, sus espacios, sus personajes, sus tiempos, se transforman de inmediato en un espacio interior del lector, en un sitio interior metaforizado, en el que la ciudad pierde enseguida sus contigüidades fácticas, para ser solo después un lugar en la memoria del poeta, y en las reflexiones del lector, por virtud de un acto creativo en el que el poeta con su imaginación y su palabra construye y reconstruye lo real y prospectivo de la ciudad.
La poesía podría entonces enseñar en ese sentido diversas visiones de las ciudades, distintas formas de apropiarse de su territorio y tal vez a partir de allí propiciar la despotenciación de eso que se llama una realidad prepotente, aunque también es cierto que por virtud de la libertad creativa del poeta y de la liberación de sus más profundas pulsiones, este podría llegar a repotenciar la violencia y la abyección de la ciudad, masificando la exacerbación de los peligros, y en ese caso, en vez de debilitar o atenuar la realidad aplastante y demoledora de la ciudad, obtener a través de la poesía una ciudad multiplicadora en sus horrores puesta entonces en el corazón y la mente de los lectores con los términos siempre sorpresivos, mágicos e insospechados de la imaginación poética.
Puesta así, es la ciudad que Carlos Monsivais llama ciudades en los que la multitud, rodea a la multitud; la conversión de la paciencia en paisaje; la de la agresiva multitud de estímulos; la que niega los espacios al paseante. Ciudades traumáticamente modificadas por sus centros aplazados, atomizados, fragmentados por una modernidad que los caotiza y las vuelve invisibles. Acaso lo fragmentario en la literatura es probablemente producto de lo fragmentario substancial de lo urbano.
Decía el escritor español Luís Landeros que una ciudad no está perfectamente acabada hasta que los escritores la cuentan o la referencian y los pintores la pintan, y los músicos la tocan o la cantan. Aunque los escritores, los poetas, los artistas, no solo pintan la ciudad, no solo la incluyen como personaje o como escenario de sus nuevas realidades artísticas, sino que leen las ciudades desde una visión crítica, la analizan y dicen sus opiniones para que sus habitantes, ya sean paseantes o gobernantes, raizales o turistas, la entiendan y la vivan mejor.