Digamos, para ponerla fácil, que en el ámbito de la política ninguna teoría puede garantizar que, al instrumentalizarse como poder, el régimen que la sustenta está en condiciones de ejercer absoluto control, individual o colectivo, sobre el territorio y la sociedad que la soportan.
En sus espacios no existe imperativo condicionamiento y control del dominio estatal, tanto más en democracias frágiles y en formación como la nuestra. Asimismo, hablar con la pretensión de neutralidad, desde el ejercicio del poder, es jugar a la ficción, propia del mito y la leyenda.
Lo mismo acontece cuando se acude a nombrar la democracia como garantía de una justicia armónica, cuando en su nombre, ladinamente, se han perpetrado los actos más violentos y antidemocráticos en aras de la preservación de esa forma de participación económica y política, como se preparó, con paciencia, el asesinato de Salvador Allende en Chile, acudiendo al “diálogo del mercado negro, las metralletas y los bombardeos”, apoyados por el chantaje internacional y la insolencia de los dueños del cobre.
Valga recordar, en estos momentos, que en las naciones donde hay grandes propiedades existen a la par enormes desigualdades, como lo corrobora la Onu al afirmar que la globalización económica ha incrementado la pobreza en el mundo.
No somos una excepción, vivimos en un mundo periférico donde cada día sorprenden los resultados: la brecha entre los que están arriba y los que están abajo, entre los países pobres y los países ricos, es cada vez mayor si observamos sólo la variable laboral, deteriorada a escala mundial y a favor de los segundos.
Sin recurrir a Marx, ni a Foucault, sino a Max Weber, para no asustar a los bienaventurados, aceptamos que el poder se expresa como “… la capacidad de influir sobre los individuos, organizaciones y la misma sociedad para imponer su voluntad aún frente a la resistencia de otros”. Voluntad que se aplica mediante la ejecución de políticas gubernamentales y es observada por los críticos y censores desde múltiples garitas que, como partidos, personalidades o movimientos, exhiben manifiestos y aspiraciones colectivas.
Las preguntas que se formulan los discrepantes son: ¿desde qué modelo se pretende gobernar? o ¿la alternativa del gobierno es justa?
De entrada tendremos que admitir que hay un condicionamiento imperativo, dominante, que llamaríamos “inevitable”, en torno al cual se mueven las partidas de ajedrez que buscan dar, en el tiempo, jaque al adversario.
Enfrentamientos donde hay reyes, damas, torres, alfiles, caballos y peones con poder de movilización, como el que tienen los caballos que pueden saltar sobre los peones.
Desafíos que en las esferas de la política deben ser dialécticos, con amplios márgenes de maniobra y estrategias, para pensar en libertad, asumir las críticas y formular las propuestas emancipadoras de raíz que desnuden el carácter lampedusiano de la tradición política: “Es mejor que algo cambie, para que todo siga igual”, como lo han hecho en Colombia las empresas políticas que han ejercido el poder desde hace siglos.
Preocupa, en esa dirección, el lugar desde el cual cada partido, grupo o personalidad esté pensando en sus jugadas maestras, la “caja de herramientas” que maneje, los modelos que esgrima, las plataformas utilizadas, bien para pensar con lógicas prestadas, usadas en tiempos pretéritos, o que respondan a nuevas posturas.
Los puestos de información donde estén ubicadas las garitas, para observar el tablero, son fundamentales, situación que exige superar la alienación política para entender mejor la realidad visual y despejar caminos. Torres que sirven para mirar un amplio abanico de significados, el paisaje político, entender el debate, la confrontación y valorar cómo piensa el otro.
Desde luego, en el certamen todas las movidas son válidas, ninguna es considerada proscrita, tienen criterio de validez democrática y sus posturas disfrutan de legitimidad. Quienes observan el juego desde las barreras, desde las metáforas del poder y los asientos contiguos, históricamente aplauden las jugadas cuando en cualquier nación coinciden las políticas económicas con las políticas sociales.
Y, cuando ellas no son coincidentes, los espectadores, el auditorio, suelen recordar los códigos de honor utilizados por las mafias de Chicago y de Sicilia (Dillinger, Al Capone y Toto Riina), entre otros, que beneficiaban a los capo di tutti capi (capo de capos), como ahora, en que el neoliberalismo ha impuesto un sesgo cosmopolita a la producción y al consumo, monstruo globalizado que está asestando, como un dinosaurio, severos golpes al planeta y a la especie humana.