Siempre escuchábamos por los medios de comunicación que la pobreza se reduciría, y manteníamos la esperanza de acceder a las estadísticas benefactoras.
Yo ganaba menos del salario mínimo trabajando en la informalidad. Sin servicios públicos satisfactorios, algunos privatizados, éramos los descartados sociales. A la ciudad nos había empujado el desplazamiento y, en ella, los derechos económicos sociales y culturales existían como simples etiquetas constitucionales.
No podíamos dejar la casa sola, porque estaba construida cerca de la quebrada Pubus, área escogida por ser reducida la plusvalía urbana en el sector.
De vez en cuando recordaba de mis primeras lecturas: “…el modo más cómodo de conocer a una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”, frase que sigue acicateando mi cabeza.
Allí vivíamos con el temor de ser víctimas de los malandros, que miraban con apetencia lo que llamábamos orgullosamente “nuestras propiedades”: una bicicleta, un radio, una licuadora y un televisor, pues la inseguridad también se había instalado en los barrios populares y no solo en las joyerías, bancos, panaderías, almacenes, juzgados, notarias y zonas residenciales, exceptuándose, obviamente, los cuarteles de la fuerza pública.
Era riesgoso sobrevivir en la ciudad, imagínense que las iglesias protegían las limosnas en cajas fuertes, los cementerios amparaban las placas de mármol con vigilantes y, de noche en noche, a pesar de que las autoridades afirmaban que se podía dormir con tranquilidad, se escuchaba en las calles los gritos despavoridos de las personas atracadas. La moral fantasmagórica que sostiene el valor de la mercancía había llegado al más bajo fondo.
La incertidumbre se extendía como una epidemia peligrosa, robos masivos de carros, motos, celulares, bolsos colegiales, tenis, maletines universitarios, auxiliares de la policía atacados a cuchillo, taxistas desvalijados, fleteros; los atracos eran más rápidos que el miedo, escalamiento de balcones, ausencia de protección y, arrinconados por el temor, resolvimos realizar una asamblea familiar, con el fin de tomar decisiones de fondo para superar la crisis.
Iniciada la sesión, tomó la palabra mi hijo menor y sugirió vender el radio para comprar un perro, pero el hijo mayor se opuso y propuso una idea que acogimos con aplausos, tanto que parecía que estuviésemos en elecciones.
“Como es costoso comprar un perro dóberman, les propongo que todos hagamos de perro un día y nos turnemos, de esa manera haríamos trizas la inseguridad”, dijo, agregando, “¿qué tal les parece?”.
Aceptamos la iniciativa, excluyendo a los menores de edad, lo mismo que a dos hijos que estudiaban en el colegio y la universidad. Lo justificaban sus trabajos académicos.
Comprenderán los lectores que fingir una vida de perros es una experiencia insólita. Aproveché, entonces, por explicarle a mi familia lo que significaba la agresividad por miedo, las relaciones olfativas y las conductas compulsivas del ladrido. De inmediato empecé a ejercer mi animalidad y ladré, para que todos superaran la pena y el miedo a la vergüenza.
Comenzamos a ejercer las funciones y uno a uno “hacía de perro”. Huyeron los ladrones.
Imagínense ustedes, estimados lectores, que poseen seguridad privada, puertas con doble llave, equipos de video y aun así los roban. Tener uno que enseñar, pedagógicamente, a ladrar, revolcarse, olfatear, husmear y oler y hasta a levantar el pie para ilustrar cómo se debe orinar en un poste es supremamente serio y, a la vez, divertido. Proteger “la propiedad privada” exige sacrificios.
Les cuento que las consecuencias fueron dramáticas, pasados varios meses las amistades no volvieron a visitarnos. A una cuadra de la casa se sentía pestilencia perruna. No teníamos para un pote de champú ni mucho menos para comprar un purificador de aire. Perdí el trabajo, me declararon insubsistente. Mis hijos mayores se salvaron de ladrar por ser estudiantes y, un día, cansado de hacerlo, les dije:
“Este trabajo es inhumano. En vacaciones tendrán que practicar la dramatización canina y, cuando triunfe nuestro candidato, cuyo lema es “Ahora le toca al pueblo”, frase recogida de un libro de quien fuera escritor, bohemio, periodista y magistrado bogotano Álvaro Solón Becerra, tengo el presentimiento de que por fin comenzará a terminar esta vida de perros”.
Salam aleikum.