El pobre Sheldon tenía la desgracia de llamarse así. Peor aún, el apellido era Finkelstein. Sheldon Finkelstein. El insistía en que lo llamara Shelly, pero yo no podía. Una tía mía tiene ese nombre.
En la página de JDate donde nos encontramos, me definía como una intelectual muy inteligente, y la foto, vieja obviamente, mostraba un atrevido escote, una cualidad que hizo que me llegaran un gran número de galanes en su momento.
El perfil de Finkelstein mostraba que era abogado, trabajaba en una firma muy conocida en New Jersey y era miembro de la Junta Directiva de la vistosa ABA, —Asociaciòn de Abogados (American Bar Association) —. Divorciado, porque dizque la exesposa se había enamorado de un antiguo novio, tenían dos hijos.
Fue amor a primera vista. Yo la intelectual que leía, escribía y amante de la música clásica. El perfil de Sheldon en JDate era un poema que decía “Brain matters” (el cerebro es lo màs importante) y afirmaba que el físico no importaba. Yo, que siempre estaba acomplejada por ser inteligente más no bonita, había encontrado mi alma gemela.
Nos encontramos un domingo por la tarde, cerca de mi apartamento en New York en el East Side River. Sheldon estaba muy elegante. Tenía pantalones habanos de domingo, una camisa de cuello con rayitas azules y un blazer azul. Yo andaba en yines, camisa por fuera y botas.
Inmediatamente comenzamos a conversar le hice el test de literatura. En esa época Dan Brown había escrito El Código de Da Vinci que fue bestseller por años. Yo nunca lo leí. Sabía que era una idiotez.
—¿Leíste el Código de Da Vinci? —le pregunté.
— “No”, — contestó inmediatamente, —yo no pierdo el tiempo—.
¡Bravo! Sheldon había pasado el examen con cinco admirado, como en la primaria. Conversamos toda la tarde a la orilla del río sobre música y literatura. Amor a primera vista. Me propuso una relación exclusiva desde ese día. Banderas rojas, que como siempre, no quise percibir.
Pasamos juntos todo el día. Fuimos a comer a un restaurante israelí y después a mi apartamento. A las cuatro de la mañana Finkelstein se fue a su casa en New Jersey. Ya éramos novios.
Sheldon había comentado que mi vestimenta le parecía demasiado informal. El quisiera que yo me arreglara más, que usara tacones, que me pintara las uñas, que usara más maquillaje. Otra bandera roja.
A mediados de la semana nos vimos otra vez. Sheldon vino a pernoctar una noche. Tenía puesta la misma camisa de las rayitas azules. Traía todo su equipaje para regresar a New Jersey después del desayuno. Fuimos a comer y yo me acicalé con unos pantalones beige, una camiseta de tiritas negras y zapatos de tacón. Quedó encantado con la vestimenta. Yo estaba incómoda con la pinta. No era yo misma.
Al salir me sorprendió con sus gritos,
acusándome de haberme comunicado con otros hombres en JDate
mientras él se duchaba
A la mañana siguiente Sheldon se fue directo a la ducha mientras yo preparaba el desayuno.
Al salir me sorprendió con sus gritos, acusándome de haberme comunicado con otros hombres en JDate mientras él se duchaba. Quedé sorprendida. Hicimos las paces, pero esos gritos quedaron dándome vueltas en la cabeza. Bandera superroja.
Por la distancia geográfica y el trabajo solo podíamos vernos los fines de semana. Pero no podríamos hacerlo el próximo porque venía su hijo de quince años de Boston, como todos los fines de semana.
Pobrecito ese niño. Oí a Finkelstein interrogándolo sobre todas las notas, trabajos, tareas y clases. Lo martillaba, lo torturaba exprimiendo todos los detalles.
Sheldon me invitó a California, a la Asamblea de la ABA. El haría una presentación. Eran tres días que incluían conferencias, paseos a los viñedos y una gran Gala. El propósito era “chequear” si erámos compatibles. Al principio le acepté. Viajaríamos en tres semanas.
Caminando por la Quinta Avenida vi un vestido de seda espectacular. Novecientos dólares. Le dije que me lo comprara para la Gala. Dijo que no. Le pedí que voláramos en primera clase. Sheldon dijo no otra vez.
La verdad, al final tuve miedo de viajar al otro extremo del país con una persona que apenas había visto dos veces. Le cancelé el viaje, pero le exigí que nos viéramos el siguiente domingo. El argumento era que su hijo estaría mejor si el papá salía de la casa por unas horas. Eso lo enfureció.
Comenzó entonces una batalla por teléfono, yo tratando de que nos viéramos, el tratando de zafarse. Llegué a decirle que cada vez que nos viéramos en el futuro tendríamos relaciones sexuales. El dijo no, la cosa no era así. Le dije que si no venía a verme el domingo, independientemente del destino de su hijo, él era un homosexual. “¡¡You are gay!!” gritaba yo por el teléfono. Sheldon me colgó y me sacó de su lista.
Cuando conocí a Sheldon él tenía bigote, de esos en que se enreda el huevo frito. Yo le insistía que se afeitara. Después caí en cuenta de lo regañona, mandona, autoritaria y arbitraria que fui con él.
Diez años después lo busqué en su firma en Internet. En la foto ya no tenía bigote y parecía un pato mojado y desamparado. Se veía frágil. Le mandé un email ofreciéndole disculpas. Respondió tu tranquila, no hay problema. Pero se veía mejor con bigote.
Pienso en él a menudo. Quiero verlo otra vez, reanudar la relación truncada, llegar a conocerlo. Sin embargo, ahí están las banderas rojas que me indicaban que el tipo sufría Trastorno Fronterizo de la Personalidad, o Borderline Personality Disorder.
Me doy cuenta que nunca podré controlar mi bipolaridad. Cada vez que me siento bien, cuando creo que la locura quedó atrás, hago lo posible por autoboicotearme. Termino acá y prosigo a escribir un largo email para Shelly. Luego les cuento qué pasó.