Hoy pensé en la izquierda democrática de mi país.
Lo hice luego de pasar por la Universidad de Antioquia y encontrarme de frente con los disturbios que obligaron a suspender (¡una vez más!) las actividades académicas.
La foto era la misma de las últimas cuatro décadas: encapuchados lanzando papas bomba y fuerzas de policía lanzando gases lacrimógenos y bombas de aturdimiento.
Pensé en la izquierda democrática de Colombia, decía.
Pero justo antes de hacerlo recordé el pequeño libro de Émile Pouget El sabotaje, escrito al inicio del siglo XX, en el momento más glorioso del sindicalismo revolucionario francés. En ese documento el ensayista propone una “ética del sabotaje”, un direccionamiento de las acciones hacia el perjuicio del patrón y jamás de los empleados.
Desde el lenguaje anacrónico hasta la utilidad práctica del libro de Pouget pueden ser cuestionados. No así el sentido común de su solicitud: si vamos a sabotear, que sea al opresor y no al oprimido (para decirlo de un modo consecuente con el anacronismo).
Me pregunté, justo antes de pensar en la izquierda democrática de Colombia, si la horda de inteligentísimos estudiantes con capucha que quema escritorios para protestar por los recortes en salud se habrá preguntado por un segundo si sus torpes acciones de saboteo no son la perfecta excusa que las fuerzas del orden están esperando para reprimir.
Y me pregunté también si la minoría de genios que consideran lícito destruir un centro de alta tecnología como protesta por los atropellos a la educación pública habrá considerado la posibilidad de que sus acciones sean justamente el caballito de batalla que los impresentables medios de comunicación masivos esperan para seguir asumiendo con su mediocridad rampante que la izquierda democrática es igual a la extrema izquierda que es igual al anarquismo que es igual al terrorismo.
Y luego, entonces sí, pensé en la izquierda democrática de mi país y en lo mucho que la admiro.
¡Pobre izquierda democrática colombiana! Debe sobreponerse, entre otras, a un par de circunstancias ominosas. La primera, la de difundir ideas que una sociedad como la colombiana (católica, facha, reaccionaria y conservadora) no tiene la menor intención de escuchar. Y la segunda, la de desmarcarse de la asfixiante imagen que le proveen una guerrilla criminal y un segmento retardatario del movimiento estudiantil al que le calzan a la perfección adjetivos como vergonzoso, anacrónico, inútil y torpe.