La actual campaña a la presidencia pasará a la historia de Colombia. Es la primera que se realiza sin la presencia territorial de la insurgencia más estructurada que ha habido en el país durante más de cinco décadas, las Farc. La confrontación armada no termina completamente aún, pero los pasos dados en esa dirección, anuncian ya un futuro con más política y con más expresión popular y callejera.
En las pasadas campañas electorales, a los partidos de la oligarquía les bastó con señalar a sus opositores de pertenecer o ser cómplices de las Farc para sacarlos del cuadrilátero político. Hoy les queda imposible acudir a un expediente de los mismos y han entrado en un ataque de nervios. Sus “cocos” efectistas como el del “castrochavismo” se les están cayendo a medida que las plazas se van llenando y la pedagogía de la Colombia Humana se va expandiendo por los cuatro puntos cardinales.
Duque y Vargas Lleras se han atrincherado en sus maquinarias. Petro ha encarecido enormemente sus campañas, obligadas a gastar fuertes sumas para lograr asistencias a sus eventos que eviten un ridículo. Muchas veces han recibido el “fuego amigo” de las rechiflas o los coros de “Petro, Petro, Petro” dentro de sus concentraciones. No han faltado ni los bikinis y las tangas para repartir volantes de “Mejor Vargas Lleras”. El desespero es evidente.
El contraste entre las campañas de la Colombia Humana y las del establecimiento que aspira a su perpetuidad, no pueden ser más palpables. Mientras Petro llena plazas que corean “A mí no me pagaron, yo vine porque quise”, los oponentes de derecha se preparan para jugar su capital en la compraventa del voto durante los días finales de la campaña, marcando así la continuidad de la corrupción y el país decrépito que ya las mayorías colombianas no queremos. En esa empresa contarán con la alianza de un sistema electoral atrasado tecnológicamente, fundamentalmente manual, donde una Registraduría sin independencia no ofrece garantías de imparcialidad a los opositores.
Hay toda una avalancha de los que han gobernado siempre para atajar el proyecto de la esperanza. A ella se suman partidos políticos, las iglesias y pastores que exprimen a los pobres, los medios de comunicación de Ardila Lülle, Santo Domingo y Sarmiento Angulo, sus firmas encuestadoras y sus emporios económicos. Son una cruzada que por estos días invade con sus billetes y sus mentiras la vida cotidiana de los colombianos.
La apuesta por la Casa de Nariño está planteada en estos términos. Hay una Colombia inconforme y descontenta que se expresa creativamente en las plazas públicas de municipios y grandes ciudades; es una explosión de entusiasmo que suma fuerzas para el cambio. De otro lado, el otro país, el de los miedos y los odios, el que vende el voto y el que lo compra, el que aquí llamamos de “las maquinarias”, unas estructuras jerarquizadas y aceitadas con dinero mal habido que se proponen sepultar la esperanza.
No es la primera vez que la democracia en Colombia cuenta con un movimiento y con un candidato confiable que compitan contra la injusticia y el autoritarismo. El último que tuvimos fue el maestro Carlos Gaviria en las elecciones de 2006. Pero es también cierto que el fervor popular es mayor ahora, y que salir del túnel es más posible que antes.
Con el movimiento de la Colombia Humana, lo que viene ocurriendo es un renacer de la política en su forma más auténtica y más clásica; es la expresión pública abierta en los espacios emblemáticos, que recupera para la sociedad la vigencia del intercambio abierto de ideas y de proyectos. Esa expresión pública de las ideas es una tradición que había perdido la política colombiana, monopolizada por unas castas dominantes empobrecidas moral e intelectualmente, sin ideario transformador y sin capacidad de entusiasmar a los ciudadanos. Estamos pasando de la tradicional política de recintos cerrados, de directorios, a la política de las plazas y las calles donde los participantes opinan y hablan sin el control de los “iluminados”.
Al tomar las calles y las plazas, los primeros derrotados son los miedos. Los fantasmas que tanto asustan a las gentes huyen cuando los ciudadanos se hacen multitud y toman conciencia de su propio poderío. Los promotores de nuevas violencias y nuevas guerras en Colombia lo entienden claramente, y abogan entonces por menos libertades públicas, menos derechos políticos y plazas vacías, llenas de esculturas donde solo se respire el pasado. Si la plaza pública vuelve a ser el epicentro de la política en Colombia, como lo fue en la época de Gaitán y buscaron hacerlo posteriores dirigentes nacionales que fueron sacrificados, el país dará un paso definitivo hacia su normalización democrática.
Más allá de las cuestiones programáticas, la campaña electoral que hoy se desarrolla enfrenta dos estrategias políticas: una corrupta y retrógrada que busca el blindaje de las oligarquías, fundada en las maquinarias, y otra que expresa la esperanza de una Colombia Humana, que llena plazas y recupera el sentido público de la política democrática.