No estaría de más que nuestros potentados se sentaran a pensar un poco el destino que les espera a sus riquezas, una vez los países subdesarrollados sean declarados inviables por virtud de que su desarrollo industrial, si alguna posibilidad existía de llevarlo a alguna parte, se enfrente a la crisis climática para ser considerado fuera de lugar.
Una decisión en la que poco piensan, porque embebidos de principios económicos más o menos intocables, permanecen tranquilos mientras engordan sus bolsas, que, si bien no tienen el mérito de que se precian las de los países desarrollados, tampoco desmerecen porque las califiquen de menos dignas por ser obtenidas, obviando consideraciones históricas, como partija por la entrega de la riqueza de los pueblos donde anidaron de manera circunstancial.
A lo único que debieron renunciar fue a hacer historia; bastaba con simularla para mantener en el engaño a quienes podrían reclamar de manera justa por la ingesta miserable de sus recursos por parte de extraños. Y para ello heredaron instrumentos importantes como la democracia y el capitalismo de la afamada cultura occidental, pero sin profundizar en sus alcances porque para el oficio de intermediario no se necesitaba y su fundamentación tampoco resultaba todo lo razonable que se esperaba.
Hoy estos preceptos están en problemas inclusive en sus propios patios y si allí han mostrado sus debilidades y los efectos demoledores que van generando, no menos son los peligros que se transmitirán a los países que los imitaron, sin que de su falso ejercicio hayan quedado mojones ciertos para reaccionar al caos que amenaza no solo a sus gestores históricos sino, sobre todo, a quienes los utilizaron como mampara para actividades tenidas por mezquinas.
Si bien los principios de la economía capitalista domeñaron de alguna manera el instinto de rapiña que acompaña a los seres humanos, no así lo garantizaron otros campos como la política, capaz de romper dichas reglas de mesura cuando por diversas razones algunos deciden desconocerlas, como ha sucedido en el caso de Donald Trump y el séquito de seguidores que han encontrado en el chantaje, basado finalmente en el poder militar, imponer ventajas económicas que desdicen de los principios científicos y acuerdos razonables que en estas materias había alcanzado el mundo, y, que, por razones potísimas, habíamos considerado irrevocables.
Sea por la crisis del modelo neoliberal y en su defecto por la aceleración monopólica de la economía por parte de los grandes capitales asociados al poder militar de sus naciones. Sea por una tecnología desaforada enfocada al enriquecimiento de cada vez más pocos. O por el simple remplazo de la ética del trabajo por la del dinero fácil, o de una verdad que cobija a todos por la verdad de cada uno y la consecuente proliferación de las fake news. Pero sobre todo por la perversión total del Estado en los países subdesarrollados que antes que velar por los recursos competitivos y la formación de capitales en sus países, se ha convertido en su principal enajenador.
Con la consecuencia irreparable de que rotas las tendencias hacia la perfección de los sistemas que nos regían, entran en terreno frágil los intereses de los menos fuertes que se creían resguardados por la equidad que acompañaría ineluctablemente las decisiones que vendrían hacia futuro. Entre ellas el valor de los patrimonios no solo nacionales sino privados que, al ser cobijados poco a poco por un capitalismo global arbitrario, corren el riesgo de quedar expuestos, no a las leyes tentativas del mercado sino del poder político abusivo de sus oponentes, sin que posean las herramientas para defenderse.
Se ha hecho tarde ya para que Latinoamérica representara una fuerza respetable para amparar los bienes de sus ciudadanos, pero aún hay tiempo para -en lugar de estar jugando a una ridícula atomización y enfrentamiento entre sus endebles países- pensar en pasos integradores mínimos y prontos para que el dólar de un desarrollado valga igual al de cualquier latinoamericano.
A menos que se considere que el paso por la Tierra es edificante si aquel se hace siendo esclavo de maximalismo blanco, no tiene explicación razonable que países hermanos como Colombia y Venezuela terminen enredados en situaciones inmanejables como las que hoy enfrentan gracias, apenas, a que una colombiana malcriada decidió ir a esconderse bien de la muerte o de la justicia -hay para todos los gustos- en terrenos de quienes nos ayudaron a obtener la libertad.
Libertad de la que no parece pertinente hablar porque lo demostrado es que ninguna de las partes reúne los elementos para decir que cumple con un mínimo de razones que la hagan preciarse de tan compleja virtud. Y en cambio sobran las que condenan a ambas a sentirse bastante alejadas de lo que muchos, tanto en un Estado como en el otro, aseguran tener.
Pero que no funcionan en situaciones tan elementales como las que tratamos, precisamente porque la libertad mínima que se confieren los contendores en situaciones de peligro latente, ni siquiera existen para eventos coyunturales como los que orquesta la Merlano, que pone a uno a tender puentes que algo se traen y al otro a hablar de chantajes diplomáticos ante la impotencia para reaccionar.