No me cansaré de repetirlo. Mientras haya cultivos de coca, habrá muertes por doquier. Y nunca se podrán evitar los asesinatos colectivos o selectivos de líderes sociales, indígenas y excombatientes, así se le destine a cada uno de ellos una patrulla entera para protegerlos. Pero no significa esto que no debamos protestar por todos y cada uno de los vilmente acribillados porque sí hay que llamar la atención del Estado, a su cabeza y equipo civil y militar por no ser capaz de garantizar la vida de sus ciudadanos. Y esto por esa ceguera total que ha llevado a pensar a los gobiernos de turno que la enfermedad está en las sábanas; o que vendiendo el sofá desaparece el pecado.
Son los cultivos ilícitos –los que he venido llamando “ojivas” en anteriores columnas para hacer un símil entre las atómicas y la capacidad de esas hiervas de hacer las veces de arma de destrucción masiva-, la causa mayor de nuestros males institucionales y no institucionales, no solo en materia de orden público sino en lo económico y social. Además de ser un verdadero coronavirus fatal: corrupción rampante que lo abarca todo ya a nivel público, ya a nivel privado. A esas matas, a esas ojivas madre de la muerte y del negocio del narcotráfico del cual no solo se benefician afuera los traficantes sino múltiples sectores sociales e instituciones económicas de cuello blanco, y también tipillos de cuello blanco al interior de nuestras fronteras, criollos de pura cepa, hay que erradicarlas de una. En el entendido, claro está, que la política de Estado para lograrlo no es un tema de centavos para unos pocos, ni tampoco puede ser el continuar con los regaderazos de glifosato. Tal la razón de ser de lo que he venido llamando Plan Marshall para Colombia. Su base, la metida de mano en el bolsillo del dinero por parte de los países del primer mundo consumidores de coca; ¡harto daño que le han hecho a nuestra patria! Hora es de que se nos repare. Hora de que quien tiene a su cargo el Estado se crezca y grite ¡no más!
En la anterior columna titulada ¿Falta de visión?, ¿falta de estadistas?, o ¡yes sir! se hizo referencia de manera somera al Plan Marshall. Invito al paciente lector a leerla si así lo tiene a bien. Allí mismo se citan otros escritos que se entrelazan. Esto, para los más curiosos.
____________________________________________________________________________________________
Los más afectados con toda la tragedia de las ´ojivas de destrucción masiva´ de los cultivos ilícitos son las regiones dejadas de lado y sus menospreciados pobladores
____________________________________________________________________________________________
Pero los más afectados con toda la tragedia de las ojivas de destrucción masiva son las regiones dejadas de lado y sus menospreciados pobladores. Regiones olvidadas; las históricamente mal tratadas. Las que no están en el mapa de la Colombia privilegiada. Aquellas en las que se encuentra la gran biodiversidad, los recursos naturales no renovables, el grito de los ríos y de las costas marítimas desconocidas y no imaginadas por los más, las alturas de los macizos, la riqueza pluriétnica y pluricultural. Me refiero a esas extensiones, enormes, en las que sus pobladores sí han conocido las masacres, los bombardeos, la miseria, el desplazamiento; aquellas que hoy pueden dar testimonio de las matanzas que se vienen dando a diario. Y fue precisamente pensando en esas porciones de patria que se ideó el plan Marshall; lo mismo que lo que me llevó a introducir, muy a sotto voce en la Constitución del 91 (ayudado por el Secretario General de la corporación. Quise evitar largos y desgastadores debates), el artículo 302, que a su tenor reza: “La ley podrá establecer para uno o varios departamentos diversas capacidades y competencias de gestión administrativas y fiscal distintas a las señaladas para ellos en la Constitución, en atención a la necesidad de mejorar la administración o la prestación de los servicios públicos de acuerdo con su población, recursos económicos y naturales y circunstancias sociales, culturales y ecológicas.
“En desarrollo de lo anterior, la ley podrá delegar, a uno o varios departamentos, atribuciones propias de los organismos o entidades públicas nacionales”.
Buscó este artículo no solo lo que su contenido manifiesta, sino que por ley se pudieran adelantar reformas a la Carta que por lo general solo podrían efectuarse mediante reformas constitucionales; pretendí lanzar un salvavidas a las regiones. Se introdujo además, porque se podía anticipar, dado los egoísmos de los departamentos grandes, que el reordenamiento territorial previsto en la nueva Carta se estrellaría contra enormes muros de contención. Y así ocurrió. Como sucedió igual con el artículo transcrito: quedó atrapado en la letra muerta.
Todo lo escrito arriba, agregado al contenido de las columnas anteriores, explica, por qué, en mi opinión, debe iniciarse, sin temor alguno, el debate sobre la convocatoria a una asamblea nacional constituyente. Hasta la solución final a los cultivos ilícitos y sus aplastadas y desconocidas porciones de mapa pasan por esa fórmula redentora. Algo igual y sabiamente previsto en los Acuerdos de La Habana que en el aparte correspondiente manifiestan: “Por lo anterior, el Gobierno de Colombia y las FARC-EP, con el ánimo de consolidar aún más las bases sobre las que edificará la paz y la reconciliación nacional, una vez realizado el procedimiento de refrendación, convocarán a todos los partidos, movimientos políticos y sociales, y a todas las fuerzas vivas del país a concertar un gran ACUERDO POLÍTICO NACIONAL encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atenderlos retos que la paz demande, poniendo en marcha un nuevo marco de convivencia política y social” (Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Introducción, página 7).