Estoy sentado en una discoteca de la ciudad en la que vivo. Aquí estoy desde que comenzó la noche sin tomarme un trago ni bailar una pieza. Me he pasado la jornada analizando el ambiente, hablando con los pocos amigos que quedan en la mesa cuando los demás salen a bailar, y escuchando la música que al DJ se le antoja poner. No es que haya optado por el ascetismo o la rumba sana. Simplemente esta noche no puedo tomar; y, en mi caso, sin trago no puede jamás haber baile.
Pero no estoy aburrido. Me divierto viendo a la gente pasar, gritar, moverse. Son las dos y media de la mañana y aquí sigo: sobrio y con frío. También me he concentrado en la música. Sé, por ejemplo, que el DJ acabó de poner por decimotercera vez, una de las dos canciones que Pitbull —Mr. Worldwide— tiene pegadas en las discotecas y radios de toda América y el mundo.
La escucho y analizo: “Ella no está enamorá de mí, pero le gusta como yo le doy”. Decenas de parejas celebran la canción alrededor de mí, la bailan. Los cuerpos sudan, los muslos se tocan, las braguetas se revientan. Yo solo atino a pensar que Pitbull tiene razón. Siempre Pitbull tendrá razón en este artículo. “Definitivamente es mejor que ella no esté enamorá de mí, pero que le guste como le doy que lo contrario; es decir, que ella esté enamorá de mí, pero…”, pienso en este momento.
Mientras sigo viendo culos subir y bajar, caderas contonearse y moverse al compás del bit de la canción que suena, hago un esfuerzo por recordar otras canciones de Pitbull. Sé que hasta la fecha el rapero ha estado presente en las noches de todo el mundo desde el 2009 y que ha hecho colaboraciones con Shakira, Marc Anthony, Enrique Iglesias, Cristina Aguilera, entre una larga lista de artistas del momento. Pero no recuerdo otra canción salvo la que suena en este momento. Esa y El Taxi que también está de moda. Nada más.
También sé que Pitbull grabó la canción del mundial Brasil 2014 con Jennifer López, pero no recuerdo el tema. En mi mente se conserva, eso sí, el ridículo calzón blanco —muy largo para ser bermuda, muy corto para ser pantalón— con que apareció en la inauguración del mundial. Pero, insisto, no recuerdo la canción.
Aunque no soy un fanático de Pitbull, reconozco que en varias ocasiones me he sorprendido tarareando sus canciones. Y esto para mí es más que suficiente para por lo menos conocer o recordar una canción, unita, de las muchas con que millones de almas se han sobado la pelvis en las noches rumberas de todo el mundo.
Para muchos esta letra es un asco, una mierda. I know you want me es —léase esto con todo de arenga— un insulto a la imagen de la mujer que a lo largo de sesenta años de lucha feminista, ha logrado por fin y para la eternidad emanciparse del poder patriarcal y derribar por los siglos de los siglosamén la imagen de objeto sexual a la que fue relegada en todas las culturas del orbe.
Pero, carajo, estoy en una discoteca y no veo tal cosa. Aquí zumba el ron y el cigarrillo. El wiski y el perico. La mujer y el deseo.
Las discotecas son lugares hostiles para mí. Jamás me he considerado un animal de rumba. De hecho, estos espacios me parecen despreciables y —entre tantas luces —decadentes. Aquí todo se cosifica, se mercantiliza: el hombre y la mujer. La música y el trago. En otro momento dije que lo peor que le pudo pasar al reguetón fue haber salido de la calle y meterse en la discoteca. Lo mismo le pasó a la champeta. Sin embargo, debo reconocerlo ahora, la discoteca también tiene su lado positivo que se manifiesta a través de reglas: sé feliz, sé libre, vive y no pienses.
Estas reglas esta noche no puedo cumplirlas. El mundo se contonea. Yo sigo sentado en la discoteca pensando en las canciones de Armando Christian Pérez, Armandito como lo llama su abuela. Mientras tanto el tema sigue sonando: “And i blow her mind/ Every time that i kiss her”.
Antes de ser Pitbull, fue Mr. 305. Antes de ser Mr. 305, fue Armandito, el hijo de inmigrantes cubanos llegados a Estados Unidos a finales de los sesenta. Armando vivió y creció en distintos barrios —unos más peligrosos que otros —del Miami blanqueado por la cocaína que llegaba de Colombia en las décadas del ochenta y noventa. Era la época de los cocaine cowboys. De niño recorrió una decena de escuelas públicas de las que salió por problemas disciplinarios. Hoy dice que aquello de estar en un salón de clases nunca le resultó interesante.
Desde hace un tiempo circula en redes sociales un meme en el que Pitbull afirma que sus “letras tienen mucha influencia de Julio Cortázar y Pablo Neruda”. La afirmación, a todas luces falsa, por sí sola resulta risible e inverosímil. Las influencias de Pitbull están en la calle, inicialmente, y después en la discoteca. Pitbull pinta la vida, lo hace con crueldad y escarnio. Sin embargo, si algo le debe a la literatura es el haberle permitido descubrir el poder de la palabra.
Sus padres no solo le enseñaron el amor por la isla, sino también los poemas de José Martí. Su padre —drogadicto y traficante, alcohólico y alegrador de pachangas —lo llevaba a una barra cualquiera en la Calle 8 y lo ponía a recitar, ante decenas de exiliados cubanos, los poemas del apóstol de la independencia. Armandito, con solo cuatro años, repetía de memoria cada verso mientras veía en los ojos de los exiliados brotar —de una manera intensa, de una manera eterna —la nostalgia de palmeras. Entonces, un grito de “¡libertad, libertad para la Isla!” inundaba hasta el último rincón del bar.
Con la separación de sus padres, Pitbull conoció la calle. Estuvo en un hogar de paso y luego vivió con su abuela y su tía. A ellas las que reconoce como las figuras más poderosas en su vida. En las muchas escuelas por las que pasó, fue reconocido como un eximio jugador de básquet. De este deporte no solo obtuvo el amor de las mujeres; también aprendió que en la vida, no todos los intentos terminan en anotación.
Trasegó por la ilegalidad desde los quince años. En la calle se forjó su mirada sobre el mundo y los bisnes. Para Pitbull la vida es un negocio en el que está prohibido perder. Conoció el valor del dinero y el poder de la calle. La dificultad la transformó en valor en un ambiente donde se respeta más al muchacho que va a la cárcel que el que asiste a la universidad.
Ya joven escuchó gangsta rap y sintió que mucho de lo que allí se cantaba, él lo había vivido en carne propia. A los quince años empezó a interpretar freestyle en las calles de Miami, impulsado por un sentimiento muy íntimo de volver letras sus andanzas suburbiales.
El hip hop lo mezcló con el tráfico de drogas. Fue jíbaro y rapero a la vez. Muchas de sus canciones de la época fueron una cruda descripción de sus actividades ilegales.
En 2001, siendo un rapero reconocido en el Miami marginal, fue contratado por Luther Campbell para hacer una gira por todo el país. Regresó al condado de Dade en Miami con más fama que plata —como todos los artistas en sus comienzos —a seguir viviendo del tráfico de drogas. Se encontró con su padre y este reconoció en el joven Armando unos gestos ya expresados, unos pasos ya dados y unas palabras mil veces masticadas por él. “Si sigues así te esperan solo dos cosas: la cárcel o el cementerio”, le dijo el padre. Desde entonces, la vida de Pitbull fue su música y su familia.
En 2004 grabó junto al rapero Lil Jon la canción Culo que a la postre vino a ser su primer gran éxito en la radio de Miami. El tema gana por un corito categórico: “Rica, chiquita, pero que importa si tiene tremendo ¡Culo!”.
Y en 2009 apareció en la escena mundial I know you want me, la canción que viene a mi mente esta noche en que, sentado en una discoteca de la ciudad donde vivo, compruebo que todas las mujeres que bailan aquí, así no estén enamoradas, quieren su rumba.
Pitbull es el primer y único rapero latinoamericano —si entendemos Miami como el enclave cultural y comercial más importante de la América Latina—, que en el mercado musical se ha enfrentado cara a cara con todos los american rappers.
Cuando le preguntan por todo lo que ha pasado en la última década, Pitbull afirma que aún se siente “como el chamaquito que se crio en Miami”.
Ahora no pienso en canciones, sino en razones. Algunos podrán pensar que por esa mezcla frenética e irrespetuosa del español con el inglés es que las canciones de Pitbull se hacen tan difíciles de aprehender en la memoria. Yo dudo que ese sea el motivo y, por el contrario, pienso que si algo de virtud hay en el artista, es materializar en sus letras eso que ocurre cotidianamente al sur de Estados Unidos. Español e inglés se imbrican en un mismo tema y hacen que los de aquí gocen tanto como los de ella.
La razón por la que sus canciones resultan insustanciales en el tiempo la encuentro en la discoteca en la que estoy sentado. Las canciones de Pitbull están hechas para la efímera noche; y como la noche misma, estas son efímeras. Todas vienen con fecha de vencimiento. Sus temas suenan mejor en el justo instante en que una morenaza te golpea la pretina con sus nalgas. Esto pasa en este instante en que Pitbull continúa cantando: “No, mamita, yo no soy mal hablao/ es que yo te hablo directo de Miami al Cibao”; y en medio del frenético baile nadie se detiene a pensar que —como suelen decirle durante el lánguido día —esa canción es un pedazo de mierda que reproduce estereotipos femeninos y que carece de todo rigor estético.
Pero no crean ustedes que eso ocurre únicamente con Pitbull. Por el contrario, tanta levedad, tanta liquidez —para retomar el sobreutilizado concepto de Bauman —es una consecuencia de aceptar como industria lo que un día fue arte.
Hubo una época en que el artista era inferior a su obra. En aquel tiempo, esta era magnánima, eterna y única. La valoración del artista se daba a través de su creación, no per se. En oposición, nuestro tiempo es una parodia. En la sociedad del espectáculo no importa renovar la obra, sino al artista. Así las cosas, es el artista el que descolla por encima de su producto. El artista viene a ser un producto más.
Por eso es común preguntarse por el libro, el álbum o la película de lo que va del siglo y encontrarse con que todos los rankings son apelables o discutibles. Lo que este panorama nos ofrece son escritores, músicos o directores famosos. Pero sus obras son consumidas, digeridas, y desechadas prontamente.
Mientras presencio la feria de carne de la que soy un simple espectador, pienso que lo que ocurre con las canciones de Pitbull, pasará también con él. Pero de inmediato pienso que el hombre tiene a su favor que no se asume como artista, sino como negociante. Cuando afirma que es “noventa por ciento negociante y diez por ciento artista”, Pitbull se convierte en un sujeto lúcido, superior a sus congéneres. Sabe que la música de este tiempo es una industria en la que hay que renovar prontamente la mercancía. Su música es el instante, pero él es para siempre. “I see the future/ But live for the moment” rapea.
Pitbull sabe también que su obra no tiene más función que describir un instante de la vida. “Yo vengo a ser como un da Vinci, un Miguel Ángel, un Vincent van Gogh que pinta cuadros de lo que está pasando en mi vida”, afirma sin ningún resquemor. Sus canciones no representan a la mujer desde la mirada hegemónica del macho; son, por el contrario, una estampa de lo que sucede en la discoteca más fina de cualquier ciudad del mundo. Pitbull convierte en rima y versos el montón de carne que alardea en la pista.
Detrás de esa calva luminosa que me recuerda siempre al Dr. Evil, detrás del traje intachable muy al estilo de los gánsteres de la Cosa Nostra, hay un hombre que gana por lucidez y argumentos.
Aunque duela decirlo, este mundo —como diría un rapero menos afortunado— se consume en dinero. Y Pitbull tiene la fórmula para conseguirlo, ya no desde las calles de Dade County, sino desde un escenario. Desde allí no viene a juzgarnos, sino a mostrarnos en carne viva.
Así, mientras el último de los hombres sienta la necesidad de vivir, de ser feliz y de no pensar, existirá la discoteca con sus frivolidades. Por lo pronto, qué culpa tiene Armandito de ser el puto amo de nuestras noches de rumba.
Ya la canción dejó de sonar.
Twitter: @victorabaeterno