Es claro que en un mundo signado por la dualidad una de las más precisas bifurcaciones que puede aprehenderse es la que marcan los Rolling Stones y Pink Floyd. Mientras la una representa todo el mundanal ruido y la rabia que puede acumularse en un amplificador, la otra enaltece el silente aullido de los ángeles. Con la primera se nada zambullido en un mar de basura en que se busca infructuosamente el ojo primigenio de un huracán. La segunda, por su parte, da alas a ícaros ciegos.
Fieles a esta condición, las dos bandas han representado en las últimas décadas su papel en la historia. La una no ha dejado de retumbar avivando frenéticas masas que no abandonan del todo la idea de habitar un anárquico reino del rock. Por el contrario, la otra pervive como un animal mitológico del que pocos dan fe de sus huellas reales dentro de la cultura moderna, si bien su influjo es innegable.
Río sin fin (The endless river) llega para reafirmar un panorama en el que la filosofía de Pink Floyd encuentra corolario, así como A Bigger Bang fue la cuchillada final que infringieron sus majestades satánicas al mundo. Como si de un sistema de pensamiento se tratara, el nuevo –y por demás último– disco de estudio de la resquebrajada banda británica transcurre lleno de la sabiduría que la experiencia vivencial y musical otorga. Aunque estertores de este tipo resultan generalmente intrascendentes, cierran ciclos generacionales que ayudan a demarcar la evolución de un estilo. En el caso de Pink Floyd este último trabajo va mucho más allá, pues luego de su lanzamiento en tiendas de todo el mundo, y de cumplir el antiguo ritual de abrir o más bien develar el estuche que integra una obra de arte a cargo de agrupaciones de este tipo (el disco, con ilustraciones del joven –18 años– artista Ahmed Emad Eldin, fue lanzado igualmente en vinilo), el sonido que sale del aparato reproductor certifica que la meta trazada desde los años setenta, consistente en atrapar la voz del universo, estuvo muy cerca de cumplirse. Y no fue así simple y llanamente porque la verdadera voz del universo es el silencio, en el que caben todas las demás cosas.
Una vez más bajo la batuta de David Gilmour, el afluente del ritmo de The endless river, a quien Polly Samson –esposa del cantante y quien, además, aporta la letra del único tema no instrumental del disco– califica como “el canto del cisne de Rick Wright”, fallecido en el 2008, consiste en una revisión sideral de la técnica y las aficiones musicales que fundamentaron el estilo más desarrollado de Pink Floyd.
Sin abandonar el aura de misticismo y vanguardia que caracteriza el material de la banda, esto último remarcado en esta oportunidad con la participación en un tema del físico y científico Stephen Hawking, este trabajo representa una verdadera ruta de escape musical aparte de cualquier convencionalismo new age. Por suerte esa barrera puesta por Pink Floyd continúa insalvable para muchos que confunden psicodelia con incoherencia.
Como una rozagante y alba liebre en una pradera despejada, The endless river aparece propicia esta temporada para los cazadores del genio que destilan los creadores de The Dark Side of The Moon. Aunque parece más pensar con el deseo, ¿podría Colombia ser próximamente sede de conciertos de los Rolling Stones y David Gilmour junto a Nick Mason? Sería, sin duda, el inicio del remake de lo que fue el fin de los dinosaurios.