Nunca había avizorado un porvenir tan aterrador como el que nos espera a los colombianos a partir del próximo 29 de mayo. Ojalá me equivoque, pero es terrible lo que veo venir con el triunfo de cualquiera de los dos candidatos polarizadores de odios que son Petro y Fico. Cabe aclarar que quizás no lo sean por deseo propio, sino por los extremos que ambos encarnan y representan.
Contadas excepciones, y así a veces ellos mismos no lo quieran, con Fico se siente representada la oligarquía, la mayoría de los políticos, parapolíticos, contratistas, paramilitares y terratenientes corruptos; y el grueso de las fuerzas armadas y de los ciudadanos que temen que Colombia se venezolanice.
Y con Petro, millones de marginados que ven en él una esperanza. Cientos de miles de personas que sienten que, de seguir las cosas como van, poco o nada tienen que perder, y que esperan que al cambiar las reglas del juego –al barajar y repartir las cartas de otra manera– algo les puede tocar.
Petro atrae a una multitud desencantada, que ve embolatado su futuro nutricional, educativo, laboral, pensional y de vivienda; a los jóvenes sin estudio, sin trabajo y con una precaria cobertura de salud; a los sobrevivientes de la economía informal y a los desempleados sin oportunidades.
Petro les gusta a varios intelectuales –escritores, periodistas y estudiosos de la realidad nacional–quienes, de acuerdo a sus análisis, consideran que necesitamos cambiar, más pronto que tarde, antes de que nos cambien a la brava, de una manera mucho más radical y dolorosa que la que ahora nos traería un gobierno de la Colombia Humana.
Pero Petro también aglutina, y es lo que lo vuelve peligroso, a los militantes de los grupos subversivos de izquierda y a los miles de vándalos violentos y resentidos que detestan a “la gente de bien”, a “la clase alta” y a los gobiernos de derecha: un ejército que está filado y a su disposición para convertir a Colombia en un polvorín.
Por todo lo anterior, ni con Fico ni con Petro de presidentes habrá paz, y mucho menos riqueza y prosperidad colectiva. Lo que nos espera es una oposición despiadada, que le amarrará las manos a cualquiera de los dos.
Trabas y litigios constantes que dificultaran la aprobación de cualquier tipo de reforma o proyecto de ley presentado por la bancada contraria. Marchas largas y frecuentes, protestas, huelgas, violencias, saqueos, toques de queda, estados de excepción y abusos de poder, que harán que lo que hemos padecido durante estos últimos tres años, como consecuencia de la pandemia y de los paros, sea menos trágico que el desmadre que se nos vendrá encima si elegimos a Gustavo Petro o a Federico Gutiérrez.
Si Petro gana, gran parte de la clase dirigente tradicional (políticos continuistas, líderes gremiales, banqueros y grandes empresarios e industriales que históricamente han manejado Colombia a su amaño y que necesitan a Fico para seguir mangoneándola) no le va a permitir gobernar. No les interesa, de ninguna manera, un mandato diferente a los que hemos tenido, que no privilegie, sobre todo, sus intereses y su ideología.
Si Petro lo hace bien, corren el riesgo de que la izquierda permanezca en el poder por largo tiempo y harán todo lo posible para sabotearlo. Si su proyecto de país fracasa, bien sea porque lo torpedean, porque se equivoca con sus directrices, o por que trata de imponer un régimen extremo, rayano en el comunismo que tanto temen, su oposición despiadada se verá justificada y procurarán implementar un golpe de estado, o, en mejor de los casos y para parecer tolerantes y respetuosos de la democracia, esperaran cuatro años para regresar fortalecidos al poder y seguir ordeñando al país a su amaño y con sus mañas.
Si gana Fico, el panorama también es desolador. Su inexperiencia e ignorancia (¿Cómo así? Plata es plata), y las componendas que ha tenido que aceptar para tener una opción real de ser presidente (el pacto soterrado con el uribismo, su alianza con el clan de los Char y el compromiso que acaba de firmar con César Gaviria tragándose todas sus condiciones sin chistar) deslegitimarán su mandato.
A Fico, creyente de camándula con un rosario de camarógrafos ensartado, se le apareció la Virgen del Tarjetón cuando salió elegido en la consulta interpartidista del Equipo por Colombia; se le volvió a aparecer cuando Óscar Iván Zuluaga retiró su candidatura y el Centro Democrático se le unió; y se le apareció, por tercera vez, con la reciente adhesión del liberalismo.
Su gran problema es que es un parcero crudo y será manipulado y trasquilado por quienes lo apoyan y lo necesitan para seguir disfrutando de las prebendas del poder y cometiendo los abusos que los han enriquecido.
Como dijo en su reciente columna Héctor Riveros, quien fue superintendente de notariado y registro, viceministro del interior en el gobierno del sátrapa Gaviria y secretario de gobierno y alcalde encargado de Bogotá durante la administración de Enrique Peñalosa: Con Fico será “todo igual, pero peor”. Además, y es lo más grave, los partidarios de Petro creerán que a su caudillo, quien hasta hace dos meses superaba en las encuestas a todos los demás candidatos por un gran margen, le robaron la presidencia, y con ese argumento no aceptarán el resultado de las elecciones e incendiarán el país.
Rodolfo Hernández tampoco es una alternativa. No se merece ser nuestro mandatario un energúmeno que está de tercero en las encuestas por un manotazo colérico que lo catapultó como candidato, un supuesto purificador cuyos únicos argumentos de campaña son recalcar que durante su periodo como alcalde de Bucaramanga no se robó ni un peso, e insistir —de manera efectista y como su única propuesta medianamente clara de gobierno— en su voluntad de desterrar a los corruptos, sin presentar un plan estructurado y un grupo de acompañamiento que le permita lograrlo.
Lástima que el candidato profesor, Sergio Fajardo Valderrama, no estuvo ni en la faja ni en la rama cuando se necesitó que se hiciera presente con posturas claras y definidas. Con un electorado que en su mayoría está hastiado de las confrontaciones entre dos extremos peligrosos, que solo jalan con furia hacia su lado y que están a punto de romper los lasos y volver trizas lo que queda de nuestro país, un Fajardo que hubiera demostrado carácter de manera oportuna, sería, con ventaja, el presidente que los colombianos elegiríamos para no seguir desangrándonos.
Estoy seguro de que a pesar de lo que sea: de lo tibio que parece, de que da la impresión de ser engreído por lo “caribonito” que es y que le duele la cara para saludar, de las dudas que hay respecto a su responsabilidad en los errores de Hidroituango, y de algunos cuestionamientos más, Fajardo se rodearía de un equipo de gobierno conformado por funcionarios competentes y conciliadores, que ayudarían a que no se reviente la cuerda tensa en la que a diario nos movemos los colombianos, obligados a hacer equilibrio sobre el precipicio, y que de romperse nos llevaría al abismo.
Pensando con el deseo, quisiera que lo que se avecina no siga siendo una historia de negación del sentido común y de autodestrucción. Que Sergio Fajardo y millones de electores nos iluminemos, y que a pocos días de las votaciones, en un golpe de gracia sin precedentes, logremos convencer a otros millones de que él, en la coyuntura en la que estamos, encarna la única opción sensata para salir sanos y salvos de este platanal empantanado, polarizado y mortal, en el que, cómplices todos, hemos convertido a Colombia.