Viene a mí el recuerdo del compañero con quien almorcé en la cafetería de la Universidad Nacional de Bogotá en los años setenta. Al salir caminamos hasta al hall de Sociología. No sé si por aquel tiempo Bernardo, el librero, había extendido el caviar de libros. Me despedí del joven llanerito que se encaminó a los prados de Freud y me dirigí a la biblioteca central.
El silencio de la sala de lectura fue interrumpido por las explosiones. Aquella tarde, si el recuerdo no me confunde, el auto en que viajaba el nuncio papal fue detenido en la calle 26 y conducido cerca del edificio de la Facultad de Odontología, donde fue incendiado. A los pocos minutos llegó la fuerza disponible, que no era el Esmad de estos tiempos. En el enfrentamiento una bala de goma impactó el cuerpo de mi compañero, a la altura de la ingle. El proyectil penetró en el cuerpo y perforó la femoral. Y el desangre lo llevó a la muerte.
No faltaron las declaraciones, de si mal no recuerdo, del comandante de la Policía. El personaje manifestó que la institución estaba estrenando equipo… balas de caucho… y que la fuerza disponible las había ensayado a una distancia de doscientos metros disparando a unos burros y que no les había pasado nada. Por lo tanto, no se podía atribuir la muerte del estudiante a las balas de caucho sino quizá a la piel delgada del estudiante…
Y parece que el eje del momento se ha descompuesto y que se dieran vueltas alrededor de la muerte. En 1929, la marcha de estudiantes cuando se acercaban al palacio fue recibida por los fusiles de la guardia presidencial. Y una vuelta más, el 8 de junio de 1954, durante el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla los estudiantes fueron asesinados. Y lo mismo en la dictadura bipartidista del Frente Nacional. Y el girar en el eje de la repetición, el 8 de junio de 1973 otra vez las armas fueron efectivas contra los estudiantes. Y, desde entonces para acá caen y mueren los estudiantes. Y nunca los jóvenes tienen razón pues siempre se dice que son la sinrazón, que se dejan manipular, que no son ellos… Y al mirar la línea del tiempo se entiende que cada generación de muchachos tiene que ser bautizada con el fuego, por el rito de la muerte. Y al mirar con el rabillo del ojo el trasluz de la vida de estudiante y en los diplomas de grado se dibuja el amigo, el compañero que “no murió, sino que fue asesinado”.
Al contemplar las marchas me pregunto qué futuro le espera a la multitud de jóvenes en un país que vive del momento y no tiene un proyecto que haga posible que la vida no sea la repetición de lo mismo.