Son jóvenes, niños y niñas que ya dominan los instrumentos que han aprendido a tocar, que provocan los aplausos del público que llegó desde las tres de la tarde al teatro al aire libre Los cristales, para verlos en escena, para apreciar qué tanto han progresado en el aprendizaje de los ritmos, legado de sus antepasados.
Esos chicos han escuchado las marimbas, las tamboras, los cununos, los guasa, desde que rompieron el silencio de la casa con su llanto para decirle al mundo: presente. Saben de la alegría de la música de sus progenitores, desde su nacimiento.
Fueron arrullados con canticos que viene allende los ríos, los mismos que dejaron sus familias, por voluntad propia, o en los últimos años, espantados por la violencia que interrumpía sus canciones con disparos que sembraron muerte y tristeza en muchos de ellos.
Y se vinieron a la ciudad a añorar los rumores del mar, cambiaron por pitos y ruidos citadinos, el canto de los pájaros y la tranquilidad de sus poblados, sienten nostalgia por su tierra, pero le enseñan a sus hijos a no olvidar sus tradiciones, a querer sus saberes, a ir pasando de generación en generación el sabor de las viandas que emigraron con ellos a las urbes.
Esos chicos y chicas serán quienes a futuro preserven la música, la danza, las costumbres de ese amplio y olvidado Pacífico Colombiano. Ellos, seguramente, por el contagio de la ciudad, les darán nuevas dinámicas a los cantos, pondrán quizá instrumentos modernos al servicio del embellecimiento de los ritmos, pero serán los que preserven, exalten y difundan las tradiciones que han heredado.
Son niños y niñas a los que se le ve el orgullo en sus sonrisas, en la fuerza que le ponen a cada presentación ante el público que los aplaude y les anima, son muchachos que a pesar de las nuevas propuestas musicales que ofrece la modernidad, quieren lo suyo, saben que hacen diferencia con sus instrumentos y sus cantares, y por eso, cada vez afianzan más estos ritmos en la gente que va a observarlos.
Estuvimos en Los Cristales, observando su propuesta, emocionándonos con la riqueza interpretativa, dejándonos deslumbrar de sus atuendos llenos de colores, que en si son una fiesta para ver, escuchando esas canciones que ya son parte de esa Cali que hace apenas unos pocos años miraba desde lejos esas extrañas notas llegadas de la orilla de mar, pero que hoy han adoptado, no solamente los caleños, sino que desde muchos lugares del exterior, Cali y el Petronio, son el norte de muchos visitantes que ya conocen de alabaos, bundes, abozaos, currulaos, y saben distinguir la sonoridad de un violín caucano. Estuvimos en los Cristales y nos encontramos con amigos queridos, con quienes hemos compartido otras jornadas de música y de trabajo.
Como abrebocas al Festival de Música del Pacifico, Petronio Álvarez, el “Petronito” es la oportunidad para ir llenado el cuerpo de notas de marimba, para ir poniendo en las caderas el llamado a la fiesta de las tamboras, para ir ensayando la garganta en las canciones que entonaran con toda la fuerza que da “el corrinche”, los miles de asistentes que noche a noche del 16 al 20 de agosto, harán presencia en la Unidad Deportiva Alberto Galindo.
El Petronito cumplió 10 años. Es un proceso que ya enraizó y que sirve para cultivar en los jóvenes el amor por lo ancestral, el respeto por sus valores, pues en ellos está la conservación de esa herencia que vino desde el África, hasta esta modernidad que no ha podido derrotar las raíces de una cultura que pervive pese al gran desconocimiento de sus acciones de su cultura que en ocasiones ha sido objeto de curiosidad más que de estudio y defensa de lo que han aportado al progreso.