Escribo estas líneas con las últimas imágenes de la marcha contra Petro convocada por la oposición.
Son un poco más de las dos de las 3 de la tarde y se puede decir que ha terminado lo que algunos llamaron el gran pulso entre el gobierno y el viejo establecimiento. O su componente callejero, porque el tal pulso pinta, como los discos de antaño……, de “larga duración”.
Desde un balcón, presencie la marcha de este miércoles 15 de febrero desde algún lugar de la carrera Séptima de Bogotá, donde podía ver y oír a los miles de ciudadanos que caminaban hacia la Plaza de Bolívar maldiciendo al presidente y exhibiendo carteles en contra de su paquete de reformas.
Hacía buen clima, así que pude disfrutar de una generosa exhibición de gafas de sol, masculinas y femeninas, de las más reconocidas marcas.
Según mis cálculos, las Dolce Gabbana derrotaron de lejos a las Ray Ban.
Viendo aquella enfurecida masa de damas despelucadas que vitoreaba a personajes como Pachito Santos o Miguel Uribe Turbay, pensé que tal vez algún reportero podría publicar una buena crónica fotográfica titulada “El día que las señoras del norte no fueron a la peluquería”.
Era tal la agresividad verbal que reinó durante un par de horas en el centro de Bogotá, que uno de mis acompañantes calificó de irracional aquella furia, pues -dijo- en realidad ninguna de las reformas que iniciarán trámite en el Congreso afectará la vida de las personas que desfilaban por la más emblemática vía de la capital del país, ellos tienen salud prepagada, o viajan a Miami a hacerse sus tratamientos.
Este apunte me trasladó de inmediato al día anterior, cuando el presidente de la República usó el balcón de palacio para compartir con otros miles de ciudadanos el contenido de las reformas que le está proponiendo al país. No pude estar presente en la Plaza Núñez, pero sí escuché con suma atención su discurso de hora y pico.
He sido durante años un apasionado del estudio de nuestra historia y tal vez por eso me impactó con tanta fuerza la alusión que hizo Petro al primer gobierno de López Pumarejo y al ciego fanatismo conservador de la época que impidió, en 1938, que saliera adelante la llamada “Revolución en Marcha” impulsada por este visionario líder del liberalismo nacido a finales del siglo XIX en Honda, Tolima.
Dijo Gustavo Petro que la mezquina oposición de la ultra derecha a las reformas que proponía López Pumarejo empujó a nuestro país a los primeros abismos de la violencia, ahondados tras el magnicidio del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán que nos condenó a más de 60 años de sangre y lágrimas.
Al aludir a aquella ceguera absurda que se opuso a unas reformas que de ninguna manera nos llevarían al comunismo -como pregonaban los halcones conservadores de entonces- el presidente invitó a las élites actuales a aceptar la necesidad de un pacto nacional en el que puedan abrirse paso tres reformas que él considera fundamentales: salud, pensiones y trabajo.
Petro demostró con cifras serias y argumentó con brillantez indiscutible que estas reformas nos sólo son necesarias sino urgentes si queremos que Colombia deje de aparecer en la vergonzosa lista de los países con más desigualdades sociales del planeta.
Retó el presidente a aquellos colombianos que alardean de figurar entre los hombres más ricos del mundo, según los listados de la revista Forbes, a que hagan una pausa en su agenda de codicia extrema, aceptando que ha llegado la hora de que la riqueza nacional y el bienestar cobijen a millones de colombianos a los que hoy no llega el sistema de salud; a millones de ancianos que morirán sin haber tenido -a través de pensiones dignas- una recompensa a décadas de trabajo honrado y vigoroso; a cientos de miles de trabajadores que han visto precarizar sus condiciones laborales tras la eliminación de las horas extras y el pago justo de festivos y dominicales.
Nada del otro mundo, pensaba yo mientras oía el alegato de Petro sobre la necesidad de estas reformas. Y, recordaba los viejos debates que anidaban en la izquierda de los años 60, 70 y 80, época en la que el peor insulto que podía hacérsele a un revolucionario era tacharlo de socialdemócrata.
Este calificativo terminó siendo peyorativo cuando en la Rusia de comienzos del siglo XX, bolcheviques y mencheviques se trenzaron en una pelea a muerte sobre el tipo de gobierno que debería reemplazar al zarismo decadente que mantenía a Rusia en el feudalismo, impidiendo el desarrollo de las fuerzas productivas y la llegada del capitalismo, tal como ya sucedía en casi toda Europa Occidental.
Lenin, quien levantaba las banderas del socialismo y de la dictadura del proletariado, acusaba a los mencheviques, encabezados por Yuli Martóv, de intentar reemplazar las viejas estructuras zaristas por un gobierno reformista y timorato.
Fue así como el término “reformista” también adquirió connotaciones peyorativas entre los revolucionarios “de verdad”.
En épocas de bárbaras izquierdas, los grupos maoístas y trotskistas calificaban al Partido Comunista colombiano de “revisionista y reformista”. Misma descalificación que se hacía, a nivel internacional, a los comunistas franceses de Marchais, a los italianos de Palmiro Togiatti y a los españoles de Santiago Carrillo.
Cuando el campo socialista se vino abajo en 1990, Mijail Gorbachov, el impulsor de la Perestroika y la Glasnost no sólo fue calificado por los “verdaderos revolucionarios” de traidor, sino -sobre todo- de reformista y socialdemócrata.
Peor insulto, imposible.
Fue justo por esos aciagos días cuando se proclamó “el fin de la historia” y se le dio santa sepultura “por siempre y para siempre” al modelo socialista, en medio de una euforia que iba desde Estados Unidos a Europa, pasando -cómo no- por los países del tercer mundo. Fukuyama y los “Chicago Boys” se convirtieron entonces en los grandes gurúes de los nuevos tiempos y el Neoliberalismo inició su reinado, edificado sobre dos cimientos incontrovertibles: el libre mercado y la privatización de lo público.
El Estado pasó a ser un ogro que quería regularlo todo y además un organismo inepto y corrupto, incapaz de ofrecerle progreso y bienestar a los ciudadanos.
Con esas banderas, ocultas tras el pomposo slogan de “Bienvenidos al Futuro”, César Gaviria inauguró la era neoliberal en Colombia. Acabó con los aranceles y abrió las importaciones con impactos devastadores para la industria y la producción agropecuaria nacionales. En el mismo barco del neoliberalismo nos pusieron a navegar luego Samper, Pastrana, Uribe uno y Uribe dos, Santos uno y Santos dos e Iván Duque.
Con el estribillo repetido millones de veces de que el Estado es el malo de la película, aquellos que tenían “músculo financiero” se apropiaron de la prestación de los servicios públicos, privatizaron todo lo que pudieron y multiplicaron astronómicamente sus fortunas sin mejorar la calidad de vida de las mayorías. No contentos con las ganancias monumentales que obtenían, montaron un bien aceitado aparato de corrupción que se regó sin control por toda la geografía nacional y copó todos los sectores de la economía.
Hasta que -como en la famosa canción de Carlos Puebla- llegó Gustavo Petro y mandó a parar. No para hacer una revolución socialista ni para instaurar el comunismo, ni para homosexualizar a los jóvenes y obligar a las mujeres a abortar, como escuché esta tarde que gritaban los manifestantes de la oposición.
Con los votos de más de once millones de compatriotas y el apoyo de otros muchos millones de colombianos descontentos que se tomaron las calles y veredas del país en 2020, Petro llegó a la Casa de Nariño para poner en marcha una reformas sociales y económicas que no se pueden aplazar y para oxigenar de democracia a nuestras instituciones. No más. Lo del guerrillero que va acabar con el país instaurando el comunismo, es puro cuento de peluquería.
Los que siempre hemos hemos luchado por los cambios, estamos obligados ética y moralmente a apoyar las reformas que propone el gobierno de Petro. Por eso fue que luchamos.