Después de cerca de 200.000 muertos debido a la violencia desencadenada por el asesinato de Gaitán en 1948, el Frente Nacional es el antecedente más parecido, cuando en el balneario español de Benidorn, el radical conservador Laureano Gómez se puso de acuerdo con el estadista liberal Alberto Lleras Camargo para firmar la paz entre liberales y conservadores y alternarse el poder durante 16 años y cuatro periodos presidenciales, desde 1958 a 1974.
Solo que el Frente Nacional se repartió el poder entre la dirigencia de los dos partidos tradicionales: liberal y conservador, fundados a mediados del siglo XIX, y excluyó a disidencias dentro de los mismos, como el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) fundado por Alfonso López Michelsen, el Partido Comunista, la Alianza Nacional Popular, ANAPO, el incipiente partido Socialista, entre otras organizaciones.
Además, durante el F. N. las movilizaciones y protestas de obreros, estudiantes y campesinos reclamando sus derechos fue asociada a la subversión y al comunismo y perseguida con saña por las Fuerzas Armadas y organismos de seguridad del Estado, incubando desde entonces la visión del “enemigo interno”, al que hay que eliminar, siguiendo la Doctrina de la Seguridad Nacional, impuesta por Washington durante la Guerra Fría, a los gobiernos y ejércitos latinoamericanos, buscando detener el avance del comunismo en el continente, tras el triunfo de la revolución cubana, el 31 de diciembre de 1959.
El resultado del experimento frentenacionalista desencadenó que al boicotear los terratenientes de ambos partidos, la Reforma Agraria reactivada por Lleras Camargo en su Plan de Rehabilitación para desmovilizar las guerrillas liberales, a partir de sobrevivientes autodefensas campesinas, esta vez con influencia comunista, en 1964, fundaran las Farc y con el ejemplo de la revolución cubana, en 1965, naciera el ELN, posteriormente el maoísta EPL, y, a inicios de los 70, el M-19, como respuesta al robo de las elecciones presidenciales al general Rojas Pinilla, cabeza de la ANAPO.
Desde entonces la acción guerrillera tomó fuerza y fueran acusadas de inspiradas por “la subversión”, la mayoría de las movilizaciones de campesinos e indígenas por la tierra, estudiantes y obreros por sus reivindicaciones y comunidades de municipios abandonados organizando paros cívicos para exigir vías y servicios públicos.
Para contener el creciente descontento, expresado en manifestaciones públicas, huelgas, tomas de tierras y paros cívicos, en 1978, el gobierno de Turbay Ayala, al Estado Sitio institucionalizado durante los gobiernos del Frente Nacional, le reforzó el Estatuto de Seguridad, que prácticamente convirtió a Colombia, en una dictadura militar, con careta democrática, al estilo del gobierno de Bordaberry en Uruguay, con el inicio de las torturas, desapariciones y asesinatos de líderes sociales.
Mientras tanto, la economía ilegal, que hasta entonces tenía su máxima expresión en el contrabando de cigarrillos, licores y electrodomésticos, se reforzó, primero, con la exportación de marihuana y después de cocaína a los Estados Unidos, permitiendo mayor influencia de los mafiosos en la economía legal, la vida social, y política, financiando campañas, y después en la creación de grupos paramilitares.
En 1982, el conservador Belisario Betancur creó una Comisión de Paz que inició negociaciones con las guerrillas, pero sólo logró treguas parciales y en el gobierno de Barco, en 1986, sentaron bases para la desmovilización, durante el gobierno de Gaviria, del M-19, el EPL y el PRT, culminando con la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, que estructuró la vigente y reformada Constitución del 91, con la participación de jefes liberales como Horacio Serpa y Humberto de la Calle, conservadores como Álvaro Gómez y Alfredo Vásquez Carrizosa, del M-19, Antonio Navarro Wolff, Bernardo Gutiérrez, del EPL, más líderes indígenas, artistas y deportistas como Lorenzo Muelas, la poeta María Mercedes Carranza y el entrenador Francisco Maturana.
La Constitución que reemplazó a la remendada de 1886, sin embargo, no fue el tratado de paz, que esperábamos los colombianos, pues mientras se adoptaba el neoliberalismo, privatizaban la mayoría de empresas públicas, se liberaba el comercio internacional, propiciando la quiebra de industrias nacionales como la textil, al quedarse por fuera las FARC y el ELN y al crecer el paramilitarismo, todos vinculándose cada vez más en el narcotráfico, creció el poder de fuego y radio de acción de estas organizaciones que lavando dineros coparon la economía y todas las instituciones de la sociedad, especialmente la política, la administración pública y la fuerzas armadas trabajando en llave con el paramilitarismo.
Investigaciones sobre el desarrollo de la actual violencia, han demostrado que el paramilitarismo tomó auge desde 1995, cuando para combatir los frecuentes ataques a cuarteles de las Fuerzas Armadas, por parte de las Farc y el ELN, más secuestros y extorsiones a civiles, desde la gobernación de Antioquia, Álvaro Uribe, con el apoyo de las FFAA, impulsó la creación de las cooperativas CONVIVIR, embrión de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC y se consolidó cuando en 2002, ganó la presidencia, después del fracaso de las negociaciones en el Caguán, entre el gobierno de Pastrana y las Farc.
Esto desencadenó a que, según el reciente informe de la Comisión de la Verdad entregado este 28 de junio: “La mayor parte de las veces los combatientes de todos los bandos actuaron orientados por una lógica del exterminio físico y simbólico de quien se consideraba enemigo por razones políticas, movimientos sociales o población civil a la que se estigmatizó desde diferentes bandos y grupos. Se trató de ganar la guerra controlando el tejido social”, se lee en el documento, que además concluye que los civiles fueron los más vulnerados por el conflicto… en términos de asesinatos, los principales responsables son los grupos paramilitares, con aproximadamente el 45 por ciento de la responsabilidad (205.028 víctimas), las guerrillas fueron responsables del 27 por ciento de las víctimas (122.813 víctimas) y los agentes estatales directamente del 12 por ciento (56.094 víctimas)”.
En el primer gobierno de Uribe, con la consigna de la Seguridad Democrática se declaró la guerra a muerte con las Farc, se aceleró el proceso de privatización de las empresas públicas y del servicio del Estado, se aceleró la expedición de licencias para macroproyectos de infraestructura, agroindustriales y de explotación minera en todo el país desencadenándose el desplazamiento violento de comunidades indígenas, afros y campesinas que ancestralmente ocupaban territorios en los que no ha hecho presencia el Estado; mientras la parapolítica, además de varias gobernaciones y alcaldías, controló el 35% del Congreso.
El paramilitarismo también estableció fuertes vínculos con las fuerzas armadas y el DAS, contribuyendo a la eliminación de dirigentes de oposición y líderes sociales y ambientales que se oponían al desalojo de sus territorios y fueron acusados de “subversivos”. Además, ayudaron a oficiales del ejército, a conseguirles jóvenes engañados con falsas promesas de trabajo, para alejarlos de sus sitios de residencia, matarlos, uniformarlos, ponerles armas y presentarlos como “guerrilleros dados de baja”, sumando los 6402 “falsos positivos”, conocidos hasta ahora.
El acuerdo de paz concretado por Santos en su segundo gobierno contó con férrea oposición del uribismo, que en el gobierno de Duque se propuso hacerlo trizas, y a pesar de la obligación de cumplirlo, apenas lo implementó mínimamente, sin ocupar los territorios desalojados por los frentes de las FARC y sin acelerar la restitución de tierras, la reforma agraria integral y las reformas Política y Electoral, entre otros puntos claves.
Después que fracasó la pacificación propuesta por la Seguridad Democrática de ganarle la guerra a los diversos grupos armados ligados al narcotráfico y ante el deterioro de la situación de orden público evidente con la proliferación de bandas armadas, incremento de cultivos de coca, ataque a poblaciones, instalación de minas antipersonales y reclutamiento forzoso de jóvenes, es ambicioso el Pacto o gran acuerdo nacional que Petro en campaña le propuso a Rodolfo Hernández, y al ganar, lo hizo a los demás partidos y al expresidente Uribe, con quien sostuvo gran rivalidad en el Senado.
Este pacto recoge lo esbozado en los 70 del siglo pasado, por Jaime Bateman, entonces líder máximo del M-19, cuando propuso hacer realidad el gran “Diálogo Nacional”, “sancocho nacional”, que integrando a todos los sectores y partidos políticos, a la manera del Frente Nacional de 1958, pusiera de acuerdo a los hasta entonces enemigos irreconciliables para parar la guerra, impulsar urgentes reformas de beneficio social y democratizar la vida política y económica del país.
En 2022, después de asegurar mayorías en Senado y Cámara, Petro se propone: continuar las negociaciones para el desarme de las disidencias de las Farc, el ELN, los paramilitares del Clan del Golfo y someter a las bandas criminales ligadas al narcotráfico, minería ilegal, extorsión y otros delitos; a nivel internacional promover la regulación del cultivo y procesamiento de la hoja de coca, así como hicieron con la marihuana; y restableciendo las buenas maneras y reglas en la discusión pacífica y democrática de las distintas visiones propuestas políticas, renunciando a la violencia como mecanismo para imponerse, respetando la Constitución, el trámite de las diferencias entre opuestos y privilegiando el diálogo, tal como acaban de hacerlo, al reunirse, el expresidente, Álvaro Uribe y el presidente electo, Gustavo Petro, cabezas de los polos que han dividido al país en las últimas décadas.