El gobierno colombiano actual exige revaluar criterios. Uno de ellos, estratégico para muchos sectores, es el asunto del ser revolucionario. Si no se tienen en la mira grandes y profundas transformaciones en los terrenos económico, social, político y cultural, muy difícilmente las reformas que se planteen pueden tener verdaderos alcances en el desarrollo, la justicia social y la humanización creciente de los pueblos. Pero hay que saber decirlo.
Por estos días se cumplen 175 años de la publicación del Manifiesto Comunista de Carlos Marx y Federico Engels, un sencillo folleto que, pese a su brevedad, logró mediante su lógica aplastante, sacudir el mundo entero durante las siguientes décadas, determinando sin duda los destinos de la humanidad durante el siglo XX, sin dejar todavía de inspirar a muchos en los días que corren. El tema de la revolución que derriba al capitalismo despierta aún serias conmociones.
De hecho, el discurso de la extrema derecha en todo el planeta, sin excluir a Colombia, apela a la advertencia rabiosa contra el comunismo, al cual comparan con un monstruo abominable, culpable de todos los males habidos y por haber. Sin embargo, uno no deja de ver que el comunismo como tal, más que una amenaza real, parece un recuerdo nostálgico de banderas rojas, la hoz y el martillo, o fotografías de Marx, Engels, Lenin, Stalin o Fidel.
Solo reducidas sectas se atreven a proclamar su advenimiento inmediato. Hace muchísimos años que el ideal comunista se trocó por otro mucho más cercano y realizable, el socialismo, una especie de periodo intermedio entre capitalismo y comunismo, que por su complejidad se entendió llevaría siglos. La denominación de comunista simplemente se mantuvo como una especie de faro que identificaba el sueño final de una sociedad sin clases.
Hasta que la estrepitosa caída de la Unión Soviética, paradigma universal del socialismo pese a los cismas que produjo la revolución china, obligó a reexaminar el tema de la aspiración socialista inmediata. En el mundo de la izquierda la debacle de Europa oriental no significó de modo automático la rendición de las banderas, pero sí sacudió hasta lo más intimo las conciencias. El sueño de paz y justicia universales comenzó a ser llamado más bien la utopía.
Para complicar las cosas, la desaparición del más grande experimento socialista de la historia coincidió con el ascenso de la globalización neoliberal, que llegó a echar abajo la idea de los estados nacionales, convirtiéndolos en simples piezas del engranaje capitalista universal, que anulaba las conquistas de los trabajadores, abría las fronteras al libre mercado y convertía en mercancías los derechos cuya satisfacción pasaba a manos privadas que se lucraban con ello.
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La idea de la lucha de clases se tiró a la basura, imponiéndose a cambio la de que puedes triunfar si lo deseas, y la clave de ello se encuentra en acertar en el nicho del mercado que te espera
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El emprendimiento individual resultó siendo el ideal productivo y los fracasos económicos, léase pobreza y miseria, pasaron a ser considerados como oportunidades. La idea de la lucha de clases se tiró a la basura, imponiéndose a cambio la de que puedes triunfar si lo deseas, y la clave de ello se encuentra en acertar en el nicho del mercado que te espera. La organización obrera y campesina se desmoronó de manera impresionante en la nueva era.
Sobre Cuba, ese bastión de las ideas socialistas que, como dijo Fidel, estaba dispuesta a luchar y resistir, recayó todo el peso de la ofensiva neoliberal. El bloqueo y las sanciones económicas, el sabotaje y la desinformación se empeñaron en destruirla. Y hace casi 25 años que el experimento político y social de Venezuela, al que en mal momento dieron por llamar socialismo, padece también la arremetida furiosa del gran capital que persigue su ruina y humillación.
Fueron los intereses del gran capital neoliberal los que se lanzaron con furia contra Irak, Libia y Siria, además de patrocinar las denominadas revoluciones de colores. Los mismos que derrocaron a Lugo y Zelaya, encarcelaron a Lula, persiguieron a Correa, tumbaron a Castillo y tornaron en una mueca la revolución sandinista. Todo eso mientras el socialismo de China asumía con suma tranquilidad el camino neoliberal, con el que enfrenta hoy con éxito hasta a los Estados Unidos.
Los revolucionarios se encuentran obligados a examinar la realidad contemporánea con suma frialdad. Ucrania, por ejemplo, es un escenario de disputa de intereses económicos entre grandes potencias. Un revolucionario no puede tomar partido por una u otra. Petro se suma a los que proponen una solución diplomática, invitando a no solo condenar la invasión rusa, sino todas las invasiones cumplidas en el pasado reciente por las potencias de Occidente.
Por eso acierta. Vi distribuir en la plaza de Bolívar unas chapolas en las que, a nombre de supuestas ideas comunistas, lo condenaban como agente del imperialismo. Un grado de ceguera inconcebible. Reformas democráticas, sociales y políticas avanzadas son hoy banderas revolucionarias. No comprenderlo es error descomunal. Lo demuestra el repudio que despiertan en quienes lo dominaron todo en el pasado más cercano.