Aunque Nayib Bukele ni recordaba la existencia de Petro, nuestro presidente no vio problema en iniciar y continuar una confrontación twittera con quien se autodenomina como el “dictador más cool del mundo mundial”. Ese mediático encontronazo solo sirvió para avivar los ánimos más golpistas de la extrema derecha, y para posicionar la política penitenciaria de Bukele -tildaba por Petro como cercana a los campos de concentración- en sectores de la opinión que ya vienen haciendo cábalas de cara a las elecciones del 2026 y que no dudan en calificar la ruptura democrática de Bukele como un “milagro”.
Lo cierto es que Bukele es un dictador doméstico y sin ansias de exportar su modelo; es más, constantemente se burla de los reclamos de Human Rights Watch, Estados Unidos o la Unión Europea. Desde su cuenta en Twitter desestima la receta de “sanciones y bloqueos” implementada conveniente por la Casa Blanca contra las derivas autoritarias de la región. Bukele no le copia a los cuestionamientos de la comunidad internacional y ante lo que considera como intervencionismo en los asuntos internos de El Salvador no duda en aplicar una clásica sentencia del filósofo San Tzu: No hay mejor defensa que un buen ataque.
Y ciertamente respira tranquilo porque la mala prensa de algunos medios internacionales no afecta su popularidad entre la gran mayoría de salvadoreños. Popularidad que no ha parado de crecer desde que asumió el poder el 1 de junio de 2019 y que se ratificó tras alcanzar el 66.46% de la votación en las elecciones legislativas de 2021, victoria aplastante que le dio carta blanca para asestar dos golpes a la democracia: modificar la Constitución para habilitar su inmediata reelección y socavar la autonomía judicial.
Sin duda, ese huracán Bukele, en esencia, refleja un régimen a la usanza de las dictaduras de antaño. El suyo ha sido un gobierno caracterizado por la progresiva cooptación de las instituciones; el hostigamiento a los medios críticos (especialmente el periódico digital El Faro) y los sectores opositores; a lo que se agrega su exaltación como un “hombre heroico” enaltecido en un estridente culto a la personalidad. La novedad se encuentra en su obsesión por la tecnología, la inteligencia artificial, Twitter y los bitcoins.
Ahora bien, guardando las proporciones espaciales e históricas, su ascenso y consolidación en el poder en algo recuerda el que se vivió con Álvaro Uribe entre 2002 y 2003. Fue en esos años cuando el huracán Uribe irrumpió como un “milagro” tras el fracaso de Pastrana con el proceso de negociación de El Caguán y el entonces candidato por firmas arrasó con el bipartidismo tradicional prometiendo “mano dura” contra las FARC. No hay que olvidar que durante esos años una gran mayoría de colombianos sucumbió ante un embrujo autoritario y se vivió en cierta hegemonía uribista. Pero, ¿a qué costo?
Ya lo vivimos una vez con un costo humanitario altísimo, pero si las condiciones sociales se alinean propiciando un clima generalizado de pesimismo e indignación, una gran mayoría de colombianos ansiosos de “mano dura” podrían sucumbir nuevamente ante el embrujo autoritario.
Volviendo el encontronazo entre Petro y Bukele, considero que la movida del presidente solo exacerbó los ánimos en la extrema derecha y le otorgó cierta línea narrativa para posicionar lo que consideran como un modelo exitoso de seguridad. El mismo que restringe las libertades y atenta contra los derechos humanos de la población privada de la libertad, no muy distante al que ya vivimos en los oscuros años de la seguridad democrática, pero que siempre será un anhelo entre quienes consideran que una dictadura es milagrosa.