Hacer oposición es un derecho constitucional adquirido hace mucho tiempo, y máxime en un país que se ufana de ser la “democracia” más antigua de América Latina. Para empezar a hablar de hechos recientes, el Gobierno de Santos padeció una férrea y a veces virulenta oposición por parte del uribismo durante sus dos mandatos, sobre todo por sus diferencias con el proceso de paz y la posterior firma del cese al fuego y fin del conflicto. Contradecir, ir en contravía, abrir debates, no solo es un derecho, sino ante todo un deber ciudadano que pretende varias cosas respecto a un mandatario: el cumplimiento de las promesas realizadas en su campaña electoral, la correcta ejecución de las leyes vigentes, la defensa del orden institucional; y en especial busca que el ciudadano elevado a la primera magistratura garantice el derecho a la vida y al bienestar del pueblo, todo conforme a la constitución y a la altura y dignidad de su cargo. Entonces ahora ese mismo uribismo no puede rasgarse las vestiduras ante una oposición que llega con más de ocho millones de votos, y que centrará sus fuerzas en tres temas cruciales para el futuro político de nuestro país: la JEP, el cáncer de la corrupción, y el sueño de una paz duradera.
El sofisma malintencionado que pretende crear un vínculo entre las palabras guerrillero y seguidor de las ideas de Petro es tan descabellado como la consecuente conclusión errónea: Colombia tiene ocho millones de guerrilleros listos a combatir. Colombia tiene en cambio ocho millones de motivos para defender los acuerdos de paz entre el gobierno de Santos y las Farc, para defender también su derecho de entrar en contradicción con el mandatario de turno, ocho millones de razones para soñar y anhelar transformaciones sociales de fondo. Los uribistas que ejercieron sobre Santos una severa y virulenta oposición tendrán esta vez del petrismo la misma dosis.
La diferencia con la oposición u oposiciones políticas del pasado consiste básicamente en que provenían, en su mayoría, de la derecha o la ultraderecha la cual se oponía a un Gobierno también alimentado por el espíritu de la derecha o la ultraderecha. Hoy por hoy en Colombia el panorama político está polarizado totalmente: el próximo Gobierno tendrá una fuerte y bien ganada oposición proveniente de un candidato de izquierda y sus fieles seguidores. Un escenario así de polarizado exige un doble esfuerzo de tolerancia de lado y lado.
Por otra parte, en este país de tradición conservadora se tiende a satanizar la izquierda como visión política, la cual se asocia de paso con el comunismo, la expropiación, la guerrilla y recientemente con el binomio fantasmal que llenó de pánico a diez millones de colombianos: el recontra trillado “castrochavismo”. Dicho sea de paso, la tal entelequia funcionó a las mil maravillas en Colombia, y no así en México, país en que ese “coco” debía generar más temores, en cuanto que tiene como vecino a Estados Unidos y al cuestionable Trump, quien a propósito no solo felicitó al electo presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, sino que manifestó las buenas intenciones de cooperar con él. Colombia, ya he dicho, es otro cantar, y aquí hay un personaje al que le creen más que a Dios y al papa juntos.
Hablando del Obispo de Roma, hace menos de un año anduvo por estos lares hablando de paz y de la necesidad de no dejarnos sembrar la cizaña; pero qué cosa de locos: su mensaje no caló, o se contagió de esa peste del olvido de la que habla García Márquez en Cien años de Soledad: todos sabemos que Colombia es un país amnésico. Muy al contrario, la visita del papa degeneró en ese folclore carnavalesco y farandulero que nos caracteriza, se quedó en procesiones, fotografías, fuegos artificiales y demás espectáculos emocionales propios de nuestra idiosincrasia. Estamos a tiempo de desvirtuar la cizaña, la cual no es necesario asociar solo con un personaje. La cizaña consiste sobre todo en el odio, la sed de venganza, la soberbia de algunos o de muchos aquejados de ese cruel egoísmo que prefiere enviar a la guerra a unos muchachos para que asesinen por órdenes de sus superiores al mismo pueblo, muchachos que bien podrían estudiar en vez de asumir el riesgo de la guerra. A propósito, dirigir una guerra desde un tablero de ajedrez debe de ser casi una diversión, en cambio ha de ser terrible hallarse, a veces sin saber por qué, en el fragor de una sangrienta batalla con sus nefastas consecuencias. Repito, estamos a tiempo. La misma Biblia en el libro del Eclesiastés aconseja: “Hay un momento para todo cuanto ocurre: un momento para matar, un momento para curar, un momento para destruir y un momento para construir. Un momento para el odio y un momento para el amor. Un momento para para la guerra y un momento para la paz”. A Colombia le llegó el momento de construir la paz y curar todas sus heridas y odios. Y a Duque le llegó la hora de poner en práctica la segunda parte del popular santo y seña del Centro Democrático, ése que jamás cumplió su tutor: corazón grande frente al momento histórico que vive nuestra patria.
Arriba empleé el término “desvirtuar” la cizaña, y no “erradicarla”, porque Colombia no necesita más odio, ni violencia o insinuaciones de la misma. Yo mismo hubiera venerado al señor Uribe si hubiera mostrado un corazón grande apoyando el proceso de paz, al fin y al cabo las Farc se vieron obligadas a negociar gracias a su fuerte intervención como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. Y en este punto más de un izquierdista pegará el grito en el cielo y me insultará de paso, como me ha sucedido en otras ocasiones. Pero, pocas personas tienen tantos motivos para odiar a Uribe como yo, y sin embargo no lo odio, si bien no comparto su visión política y sus actuaciones: durante su mandato por órdenes directas o indirectas suyas el Ejército asesinó a uno de mis hermanos; durante su mandato por omisión suya o del Estado asesinaron a uno de mis cuñados, un próspero y reconocido empresario antioqueño, a quien yo quería como un hermano, y para completar durante su presidencia asesinaron en el marco del conflicto a dos de mis primos que eran ciudadanos de bien y no combatientes. Y créanme, amables lectores, que en aras de la reconciliación, si es el que el señor Uribe deja de ser una piedra en el zapato para la paz, yo sería el primero en abrazarlo y defenderlo si fuera del caso, pues como dije en una entrevista que me hizo el Canal del Senado, en el programa Congreso y Sociedad, hace exactamente un año, no estaría bien que los que en su momento representaron la autoridad y el orden estén presos, y los guerrilleros libres: eso en nada favorece a la paz, lo dije y lo sostengo.
En otro orden de ideas, uno no puede tener una visión tan sesgada como para no admitir que en esa estigmatización que padece la izquierda tienen mucha responsabilidad las fuerzas insurgentes con sus métodos desquiciados: las Farc dejaron un mal precedente con sus ataques indiscriminados a la población civil, la extorsión, el secuestro… las mismas prácticas que mantienen vigentes los del Eln. Esa terrible realidad de la subversión y propia de la extrema izquierda siempre las he condenado, y todo el pueblo colombiano debería repudiarlas, así como he condenado las mismas o las peores prácticas que cometieron los paramilitares bajo el auspicio y amparo de la extrema derecha. La justificación de la violencia o la generación de la misma nada tienen que ver con la izquierda moderada, o con la resistencia civil que propone Petro y con las marchas pacíficas que vendrán. Sencillamente los colombianos nos cansamos de la guerra, del terrorismo, de la corrupción, de un conflicto sangriento sin fin, de las mentiras, de las artimañas de los políticos tradicionales… Un ciudadano indignado defiende tanto las instituciones que quiere la depuración de esas mismas instituciones para garantizar la estabilidad y gobernabilidad del país. Los pacifistas indignados queremos cambiar el chip e iniciar una era de conciliación, de perdón, donde brille la verdad, queremos un país con oportunidades para todos. Si esta clase de oposición es un delito, o rompe con la constitución, o es una invitación a la violencia que alguien me lo diga, o que alguien me formule un pliego de cargos. En todo caso, la resistencia civil, la indignación y el derecho a oponerse a determinado Gobierno no es un invento del petrismo, es un patrimonio del ser humano.
Sí, los que pensamos distinto y ejercemos el derecho a la libre expresión y a manifestar nuestra indignación estamos expuestos al fuego de las amenazas e intimidaciones. Yo mismo, en tanto ejerzo el periodismo de opinión, recibo constantemente intimidaciones y una que otra amenaza. La típica actitud del colombiano promedio es el camino fácil y cobarde: ante la evidencia de los hechos, ante una verdad abrumadora, ante la defensa del derecho supremo a vivir en paz lo que sobreviene es la amenaza del destierro, de la motosierra y demás exquisiteces de los que se envalentonan en las sombras, en el anonimato y en la gavilla de los violentos.
Veremos que manejo le da Duque a lo que se ve venir en Colombia: la estigmatización criminal del petrismo. Veremos qué hace frente a los que amenazan con “neutralizar” a los opositores. Veremos si Duque hace algo frente a los asesinatos sistemáticos que se vienen dando en nuestro territorio en contra de los líderes sociales. Veremos si Duque se ocupa por fin de Colombia y suelta a Venezuela, porque, valga la acotación, aquí suceden cosas quizás más graves que en el vecindario: la violencia aquí está viva y es pan de cada día. Veremos si Duque tiene corazón grande. Veremos si Duque protege a la oposición o si se convierte en un alcahuete de las prácticas de la ultraderecha. Tenemos precedentes lamentables como la estigmatización y el posterior exterminio de la UP. Si Duque ha prometido la unidad, lo que debe buscar es la unidad en torno al ataque frontal a la corrupción y la misma unidad frente al tema de mayor interés nacional y que es el bien supremo del ser humano: la paz.