Uno tiene muchas formas de andar, de aprender y de encontrar tesoros. Quise conocer la extraordinaria Petra hace exactamente trece años. En aquellos días recién llegaba a trabajar en Jerusalén, a favor del pueblo palestino.
En 2011, visité Jordania para aprender de las revueltas árabes, pero en esa ocasión también Petra se quedó esperando. Igual, lleva dos milenios esperando el paso de los años. Petra debería ser para los turistas como es la Meca para los musulmanes: un sitio de visita obligada por lo menos una vez en la vida.
Visitarla me significó volver a Oriente Medio. No sé cómo se puede extrañar tanto los letreros inteligibles, las canciones que repiten la palabra “habibi”, el griterío en árabe, el insoportable calor del medio día y el llamado a la oración desde las mezquitas. Este desorden tan organizado hace perfectamente justicia a la palabra “arabesco”.
Una maravilla del mundo, como lo es Petra, es un sitio de peregrinación de turistas que pagan para ver piedras viejas y de vendedores locales que gritan tratando de conseguir su cliente del día, ofreciendo agua y transporte, guías e información, y amenazando sobre el calor y el cansancio que vendrá para aquellos que no compren sus servicios.
La imponencia del sitio empieza cuando uno avanza en el Siq, un pasadizo de 1.200 metros que corcovea entre las montañas hasta llegar a El Tesoro: una imponente fachada que todos hemos visto en películas y en fotos, pero que no asociamos con Petra.
Las piedras están ahí separando cada curva, sin dejar ver el futuro cercano, con alturas hasta de ochenta metros. Veo pocos árboles y la sombra viene de las piedras, como diciendo que no todo está escrito y menos en piedra.
A veces el camino se angosta y parece atrapar al visitante, a veces se oscurece pero siempre, siempre, basta con levantar la mirada para ver el espectacular cielo azul que resalta las piedras multicolores del camino, llenas de cicatrices que nos perdemos al reparar solo en lo grande, en lo majestuoso.
El Siq, tiene en su ruta oasis de luz y oasis de sombras, uno no sabe cuál es mejor, depende del momento, de las ganas, de lo que cada uno busca. El camino permite encontrar personas, buenas y malas, alegres y aburridas, con agendas diferentes y hasta quienes van en contravía; aunque es claro que, para ellos, tú eres el que transita en contravía. Nadie puede hacer la ruta por ti, como el orgasmo y como el desamor.
Y después de más de un kilómetro caminando, aparece El Tesoro. Único. Irrepetible. Majestuoso. Casi que resulta grosero tomarle fotos, aunque, como dice Mincho “las fotos son las muletas de la memoria”. No solo uno se queda corto en las fotos sino también en las palabras y por eso el silencio se impone.
A un buen trecho de allí, está la Pequeña Petra. Un sitio menos visitado, más agreste, más perdido donde, además, es fácil perderse. Y cuando algo puede suceder pues sucede. Perderse aún por un buen rato tiene la magia de imaginarse que nadie te extraña en ese preciso momento, que todos te imaginan de una manera cómoda a sus propios recuerdos. El calor, la poca agua y la rudeza del paisaje invitan a una cosa: dar el paso atrás, desandar lo recorrido, aceptar que es posible el regreso.
El siguiente paso fue Wadi Ram, un mar de arena. El desierto es otra cosa: es la plenitud vacía. Conocí el desierto al sur de Argelia por primera vez hace diez años y, contrario al mar, el desierto es macizo, impenetrable. Recuerdo que en el Sahara vi una lluvia de estrellas fugaces de tal tamaño que no me cabían los deseos en los ojos. Esta vez no fue así, pero no por ellos fue menos mágico redescubrir la bóveda celeste, tan lejos de las luces citadinas de las que ella huye.
Una tienda decente de beduinos siempre podrá ser remplazada por una mejor. Una vista al atardecer siempre podrá ser derrotada por un amanecer. Siempre habrá un mejor lugar a dónde ir. Pero el desierto no dice toda la verdad, el borde de sus montículos de arena siempre parecen más cercanos de lo que son, los pies se hunden y empiezan a pesar mientras el borde arenoso avanza al mismo ritmo que uno, haciéndose inalcanzable. Tampoco muestra todo lo que tiene, solo deja ver por pocos momentos las huellas tenues de sus misteriosos y diminutos habitantes.
De la tentación humana de querer dejar huella, se ríe el desierto. No hay nada eterno, solo el viento. Nada perdura en la arena y tampoco en la tierra. Todo lo borra el viento del desierto que está hecho de olvido.
Podría resumir diciendo que el Siq enseña que todo camino siempre tiene al final un tesoro; que perderse en la Pequeña Petra implica aprender que siempre hay una salida y, si no, siempre queda la opción de desandar los pasos; y caminar en el desierto de Wadi Ram enseña que nada es eterno, que todo se irá con el viento, que hasta esta columna es inútil pues la devorará el olvido.
Solo las columnas en piedra sobrevivirán, claro si no las devoran el viento y la arena, el movimiento y la base, las dos únicas cosas ciertas. Visitar de nuevo Oriente Medio siempre me ha servido para recordar cómo sus caminos se parecen a la vida.
Desde Jordania
@DeCurreaLugo
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