Unas ideas iniciales que surgen en estos tiempos para revivir a una cantidad finita de pensadores que, desde la orilla del pesimismo, nos alentaron a entender “que vivimos en el peor de los mundos posibles”; cobran vigencia creciente, a pesar de los bombardeos de pensamientos positivos y banales que circulan por el planeta en cualquier forma.
El ser humano se miente al creer que su vida es un paraíso trasmutado de las promesas religiosas y celestiales en esta tierra que pisa y que maltrata.
Poco hay de donde sacar buenas cosas a pesar de los predicadores de la vida y del orgullo por lo construido por media humanidad a lo largo de sus años de sufrimiento y gozo aparente.
Mentiras: lo canónico es el sufrimiento y la maldad.
El sufrimiento como herencia judeo-cristiana para poder alcanzar la vida eterna en no sé qué parte.
La maldad como exquisita forma de atormentar la existencia de los demás mortales y recordarles que su vida es un azar controlado por dioses burlones y mamadores de gallo.
No vale la pena detenernos en el pesimismo que precede a la depresión y a lo estados de ánimo muy propio de estos tiempos de suicidas digitales y muertos reales. No. Prefiero encararlo desde la noción del pesimismo constructivo que reconoce los males y los niveles de crisis y postración de media humanidad y media; pero también encuentra en esa situación posibilidades para sacudirse y salir airoso en medio de la tormenta.
No se trata de confundir el pesimismo ramplón con el pesimismo consciente y constructivo que surge del conocimiento que se tiene sobre la supuesta realidad, con detalles y predicciones que surgen a partir de las evidencias del pasado y el “enrostramiento” que el presente perverso te hace.
No se trata de confundir el pesimismo ramplón
con el pesimismo consciente y constructivo
que surge del conocimiento que se tiene sobre la supuesta realidad,
Los pesimistas constructivos deberemos beber -al menos- en la fuente que ayudaron a edificar -sin el ánimo de darnos aliento- de los antiguos egipcios; del libro de Job en los judíos; de Heráclito y Demócrito en Grecia; de Voltaire en la Francia enciclopedista; de Schopenhauer, Kierkegaard, Leopardi y Thomas Hardy en el siglo XIX; de Heidegger, Sartre y Ciorán en el siglo XX.
¿No hay pesimistas en el siglo XXI?
El progreso material, la globalización y las redes sociales que todo lo sacralizan, terminaron condenando al pesimismo a una especie de “rara avis” que no cree en el calentamiento global, en la pobreza y la desigualdad, en la manipulación de las masas y en la posverdad.
Cuando el pesimismo constructivo aparece, se edifica y se practica, el mundo adquiere su real color y nos muestra su cara más ruin y malévola -pero real- a pesar de que la mayoría nos asfixian con un “positivismo de ventas por catálogo” y de chamanes digitales que sólo se enriquecen con nuestra pobreza conceptual y de carácter.
El pesimismo constructivo sirve para develar los pobres misterios que las personas a nuestro alrededor inundan de “emoticones” de falsa felicidad; para las angustias que generan las respuestas del “todo bien” que a hecho trizas cualquier posibilidad de sacudirse de la zona de confort en que la mayoría de nosotros a veces nos conformamos; para espantar a esos ejércitos de optimistas baratos que nos suelen colgar esas frases de postal digital: “el sol brilla todos los días” - ¡qué descubrimiento! Y para exorcizar a los demonios que la democracia ruin y entrometida nos pone en nuestras narices.
Un pesimista constructivo que reflexiona vale más que cualquier zombi entusiasmado que obedece.
Coda: Schopenhauer (1778-1860) que es mi pesimista favorito nos recuerda que al momento de alguien disuadirlo de estudiar filosofía, su respuesta fue tajante: “la vida es un asunto desagradable: he decidido pasarla reflexionando sobre ella.”