La tarde del 12 de marzo de 1996, cuando Martín Caballero (comandante del frente 35 de la Farc) utilizó un burrobomba que hizo explotar la estación de policía ubicada en Chalán (Sucre), once policías murieron entonando el himno nacional.
Corrían las seis y media de la tarde, la soledad se hacía presente en el centro de Chalán, puesto que quienes habitaban los alrededores habían notado la presencia guerrillera, suponiendo que algo planeaban. Sin embargo, minutos después, todo fue más allá de lo que cualquier montemariano hubiese podido imaginar: un estruendo iluminado y una lluvia de balas partieron para siempre la historia de aquel municipio enclavado a solo 54 kilómetros de Sincelejo.
A partir de ahí hubo un despeje absoluto por parte del Estado, tal como lo cuenta Adolfo Álvarez: "después de estos hechos, el gobierno en vez de darnos más protección, lo que hizo fue llevarse la fuerza pública de estos pueblos, nos abandonaron totalmente”. De hecho, las casas empezaron a vaciarse hasta el punto en el que no había una tienda donde comprar azúcar y café.
Quienes quedaron vivían con la incertidumbre de que un día llegarían los paramilitares acusándolos de guerrilleros y posteriormente serían masacrados —afortunadamente nunca pasó—, ya que durante seis años el orden público estuvo a mansalva de la guerrilla, tanto que quien hurtaba una mata de yuca era exhibido en las calles y luego le daban el castigo que consideraran.
Así vivieron mucho tiempo hasta que en octubre de 2002 fue asesinado José Luis Cárdenas, párroco del pueblo, hecho perpetrado por órdenes de la Farc —nadie nos quiso decir por qué cometieron ese homicidio—. Desde ese día Chalán no ha vivido un solo día sin fuerza pública, motivo por el cual tienen al sacerdote como un salvador. De ello da constancia Adolfo, un habitante del municipio, con versos: “gracias señor por librar a mi pueblo de esta violencia que un día lo humilló, gracias señor porque aquí nuevamente la historia de tu hijo se repitió. En este caso fue el padre José Luis que por nosotros su vida entregó”.
***
Veintidós años después del fatídico atardecer, María José Acuña, Aarón García y mi persona pisamos tierra chalanera. Llegamos con el fin de crear conciencia de paz en nuestro lector, mostrando cómo los pueblos pueden curar sus propias heridas. Nos recibió una intensa calma, con ella el olvido gubernamental, visibilizado en cada calle, y el gran elefante blanco en el que está convertida la alcaldía municipal desde hace casi una década. En la terraza de aquella hay un tanque plástico con capacidad para cinco mil litros de agua, donde gran parte de los habitantes acuden en burro y carreta, gente que camina tranquila sabiendo que alguien no les va a raponear el celular.
Nos dirigimos hacia la estación de policía, esperando encontrar las marcas del horror. Por el contrario, llegamos a una pequeña edificación donde funciona la ludoteca. En la fachada hay una placa con 74 nombres inscritos, entre ellos el de José Luis Cárdenas Fernández y los de los once policías acribillados por la Farc —no obstante, en esa lista hacen falta por lo menos 200 nombres—. Ya en el interior del recinto nos dimos cuenta de que ahí se forman decenas de niños en música de gaita, banda, acordeón y otros instrumentos, también en baile, pintura y poesía.
Además, descubrimos que el ecoturismo hace parte de la economía chalanera. Con un joven guía, llegamos hasta las Tinas del Canal, el Salto de Garrapata, Salto del Cauca —manantiales de agua viva, visitados por extranjeros y nacionales—. Mediante un delgado camino recorrimos la montaña, presenciando numerosos burros y caballos cargados con hoja de tabaco, yuca, plátano, batata, entre otros productos del agro.
Chalán no ha sido reparado por el Estado, argumentando que el ataque lo sufrió la fuerza pública, como si los civiles caídos no fueran contables. Sin embargo, aunque aún se quiebran las voces hablando de conflicto, todos han puesto un grano de arena para hoy decir: vivimos en paz.