Pesadilla en la ciudad soñada
Opinión

Pesadilla en la ciudad soñada

Qué pasó en esa ciudad idílica soñada por los poetas, los publicistas y los gremios, para que se convirtiera en un peligroso torbellino social y político

Por:
mayo 18, 2021
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Lo que ha saltado en pedazos en Cali es la idea de que la ciudad es “un sueño atravesado por un río”, como dijo Eduardo Carranza hace marras.  O la capital mundial de la salsa, un lugar festivo. O la sucursal del cielo, un lugar grato y sereno. O la sede de una pujanza empresarial ejemplar. Valdría la pena preguntarse qué pasó en esa ciudad idílica soñada por los poetas, los publicistas y los gremios, para que se convirtiera en un peligroso torbellino social y político.

Para entender lo que está pasando hay que descartar algunas visiones simplistas. Lo primero es que no es una agresión externa, que toma por asalto a una comunidad próspera y progresista. Lo que sucede se ha gestado por años en el vientre mismo de la ciudad y de la región, en las contradicciones de su desarrollo económico, en sus desequilibrios sociales, en la economía ilegal, en la informalidad, en la irresponsabilidad o la torpeza de su clase política. La ciudad no está invadida por extraños, sin arraigo. Sus ciudadanos, son tanto los caleños raizales y como los recién llegados, quienes comparten por igual la falta de oportunidades de educación, empleo y bienestar. El desarraigo es una consecuencia de la incapacidad de la ciudad de incorporar a su gente al sector productivo. Desarraigo e informalidad son la misma cosa.

Lo segundo, es que no es solo una protesta contra una decisión particularmente estúpida de proponer en medio de una pandemia una reforma fiscal que afectaba a la clase media, salida de las manos de la autoridad. Aunque esa fuera la gota que desbordó el vaso en todo el país. Es la clase popular, presuntamente beneficiaria de esa reforma, la que está en las calles. La gente joven, sobre todo. Jóvenes son los estudiantes, los policías, los soldados, los indígenas, los vándalos, las milicias urbanas, los desempleados. Cali es una ciudad joven, insatisfecha. Todo agravado al extremo por la pandemia.

Lo tercero es que la protesta no es ilegítima. En el escenario de la protesta hay fuerzas destructivas. Pescan en río revuelto los políticos oportunistas, los saqueadores de ocasión, la subversión urbana que organiza y financia los desórdenes ¿Se estrena acaso la acción masiva de la guerrilla urbana en Colombia? Todos parapetados en las necesidades populares, escudados en la defensa de los derechos humanos, que es un tema sagrado innegociable. Poco espacio para el diálogo hay allí. Pero hay una cruda realidad de desigualdad, desempleo y falta de oportunidades, cuya expresión es pacífica e inocultable.

Lo cuarto es que hay que dialogar con los damnificados, con las fuerzas sociales, con los organizadores del paro, con los indígenas. Cada uno con una agenda distinta. Pero esos diálogos tienen que ser de largo aliento y tener el propósito de solucionar los problemas que generaron la protesta. Otro diálogo nacional como el pasado, que terminó en nada, no hace sino aplazar el siguiente estallido social.

Lo quinto, es que el asunto no puede solucionase por la fuerza.  La incomprensión de lo que sucede en la ciudad lleva a creer en soluciones de fuerza, que no hacen sino empeorarlo todo. No hay discusión sobre que el Estado debe tener el monopolio de la fuerza, pero ello le exige que sea prudente y cauteloso en su uso. Tan grave es dejar a la ciudad a merced de la violencia de los oportunistas como su militarización. La policía debe garantizar el orden con protocolos precisos, pues la alternativa es la justicia privada, con todos sus horrores.

Lo sexto es que no se trata de una lucha de clases. No son pobres contra ricos, en una sociedad con una aguda concentración del ingreso, sino la emergencia de nuevos grupos sociales y de nuevas culturas, que buscan reconocimiento y reivindicaciones históricas.

Lo séptimo es que no es una conspiración de la izquierda política. O de la derecha. Es más bien la prueba fehaciente del fracaso de la política, medida por su incapacidad de construir mecanismos institucionales de convivencia, de poner al Estado al servicio de la gente. La pregunta de a quién sirven los desórdenes solo se conocerá en las urnas. ¿A la izquierda que reclama el triunfo de la movilización popular, a la derecha que advierte sobre los peligros de la desestabilización institucional, al centro que recoge el cansancio de tanta polarización?

Se dijo siempre que por los caminos que construía Cali, seguía luego el resto del país. La modernización agroindustrial, la creación de grandes empresas manufactureras, la responsabilidad social empresarial, el trabajo coordinado entre la sociedad civil y la dirigencia política, el fortalecimiento de la clase media. Todo eso que fue una espléndida realidad, dio pie a la construcción de esos imaginarios colectivos de felicidad, que se rompen hoy en pedazos, entre el humo de los incendios y el penoso espectáculo del saqueo y destrucción de la ciudad.

El reto es encontrar la imaginación, la energía, los recursos, para reconstruirla de nuevo sobre bases reales de equilibrio social y económico.  Es mostrar de nuevo a Colombia que en esta crisis Cali puede construir un camino por el que luego transitará el resto del país. No puede haber otra equivocación en ese propósito.

 

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