Si el nadaísta Gonzalo Arango hubiera hecho esta crónica, estoy seguro que la habría iniciado de la siguiente manera:
El Murillo más feo del mundo está en el segundo piso de una casa sin dirección en el barrio Villa Zancudo en La Paila, Valle.
En esa casa, cuando quiere descansar de Londres, vive el pintor Óscar Murillo.
En la pared principal de la sala de aquella construcción color curuba, se encuentra exhibida una obra de arte, pintada por Óscar Murillo y su hija Valentina. Aquel cuadro podría resumir su mundo, su vida, su trabajo. Fue hecho un día de vacaciones cuando obreros le echaban la plancha de concreto al tercer piso de la casa que dejó su padre Belisario para venir a morir de viejo. Dentro de los escombros que sacaban los trabajadores, la pequeña Valentina –que tenía tres años en ese entonces- se sentó en una desvencijada tapa de cemento de ochenta centímetros de ancho por un metro de alto, y comenzó a tratar de dibujar encima de ella como si fuera un lienzo. Óscar la vio y le bajó un par de cartulinas y un lápiz para que expresara sus deseos. Pero el artista quizás advirtió que ese pequeño muro resumía el pasado de la casa. La tapa traía variadas capas de pintura de distintos colores, tal vez de los años en que sus padres la pintaron para verla pulcra, o para cambiar su estética como dirían los “expertos en arte”. También allí reposaban restos de un espejo que nunca pudieron despegar por completo y que habían tratado de ocultar con papel periódico y papel de colores. Óscar y Valentina limpiaron la pieza y le pusieron la familia que ella había dibujado en las cartulinas.
Quizás en algunos años un coleccionista se entere de aquel Murillo, se lo compre por tres centavos al artista y lo venda en 401.000 dólares como pasó con la obra ‘Untitled (Drawing off the Wall)’, que hace poco adquirió el famoso actor Leonardo Di Caprio a través de un consejero de arte. Porque eso de alguna forma es lo que ha pasado con Óscar y sus Murillos.
Entrar a aquella casa de La Paila no fue fácil. Un poco más difícil hablar con el artista que está cansado con toda la parafernalia que ha suscitado su nombre. Lo llamé una docena de veces a Londres, le envié dos correos y le mande razón un par de veces para entrevistarlo. Nunca respondió. De pronto me enteré que un grupo de judías millonarias, entre ellas Aida Furmanski, gestora de la Fundación Menorah y gerente de Artesanías de Colombia, lo habían invitado a Bogotá el martes cinco de noviembre para iniciar el proyecto School Project- Proyecto Escolar Multinacional. Por cuestiones de trabajo no pude asistir a la intervención, ni mucho menos a la cena que le ofrecieron en un distinguido restaurante de la capital. Sin embargo, Murillo comentó que viajaría el fin de semana a La Paila, su pueblo natal, donde haría la misma intervención de lienzos en los pupitres de los colegios donde hizo sus primeros años de estudio. De inmediato me saltó una idea: chévere verlo en su entorno, en aquella geografía que ha inspirado su obra y escribir sobre ello.
Me fui con Diego Collazos, un amigo de infancia que anda despechado y con tal de no estar en Bogotá se pega a lo que sea. Le advertí que en La Paila, él debía tomar un carro y esperarme en Cali, porque me temía que si Murillo nos veía a los dos, más problema iba a poner. Llegamos a las 11 de la mañana y le rogué a mi amigo que tomara un bus, que estaba seguro que si Murillo veía a dos desconocidos nos echaba sin mediar palabra. No me equivoqué.
Preguntando y preguntando llegué a la casa de Murillo. Afuera estaba un taxi con dos reporteros que le harían las fotos para ilustrar un artículo de una entrevista que había concedido a regañadientes en Bogotá. Pregunté si Óscar estaba y me dijeron que sí, que ya iba a salir con ellos, pero que lo llamara desde las gradas que dan al segundo piso. La puerta estaba abierta.
— ¡Óscar!—, grité.
— ¿Sí? ¿Quién lo necesita?—respondió él mismo con su inconfundible acento valluno.
— Hola, soy Pacho Escobar, periodista. Vengo de Bogotá. ¿Cómo está?
Entonces se asomó en el muro que separa la cocina de las gradas. Recostó sus brazos y desafiante preguntó:
— ¿Qué necesita viejo? ¿Quién es usted? Yo no he hablado con usted, ni hemos programado una entrevista.
En pocas palabras le expliqué quién era yo. Que había viajado siete horas desde Bogotá para poder hablar con él. Que por favor me concediera una entrevista, que no le iba a quitar más de cinco minutos. Que me entendiera.
— Viejo, entiéndame usted a mi. Lo que tenía que decir ya lo dije. Ya hable con varios periodistas en Bogotá y de El País de Cali vinieron ayer. Todo lo del proyecto está en este periódico— entonces entró a buscar el ejemplar — Viejo, esto es muy incomodo para mi, cómo así que estoy en mi casa y van a venir a interrumpir mis planes, es como si yo llegara a su casa para que me de una entrevista, eso es incomodo, viejo.
— Claro, yo te entiendo. Pero te llamé incontables veces, te escribí un par de correos, te mandé razones. Pero fíjate que atendiste a todos los grandes medios, esos que critican tu trabajo. Por eso estoy acá, porque yo vengo también de abajo, de uno de los barrios más populares de Popayán y me he hecho a pulso, como vos. Y no es que te quiera defender, quiero es saber quién sos vos, que la gente de a pie, como yo y el chofer del taxi que está allá afuera, entienda qué es lo que haces.
Óscar bajó las gradas muy alterado. Esgrimió que poco le importaba lo que decían los críticos de él. Me pasó el periódico y comenzó a dar una serie de argumentos del por qué no me iba a atender. Murillo de mala gana dijo que si quería lo siguiera, pero que no iba a hablar conmigo. Entonces bajó Angélica, su dulce esposa, se subieron a un par de bicicletas y emprendieron camino. Yo encendí el carro y de manera prudente comencé a seguirlos.
Sabía que él tenía su sesión de fotos porque el taxi iba detrás mío. Murillo le dio instrucciones a su esposa y ella tomó otra ruta. Pero uno de tanto andar en la calle, sabe de aquellos juegos para esconderse, entonces no lo seguí a él, sino a ella. Llegamos al Instituto Educativo Antonio Nariño y ahí me puse en la tarea de entrevistar a todos los que estaban en el sitio, por algo estaban ahí y algo me podrían contar.
Minutos más tarde llegó Murillo, quién sabe hasta donde iría, pero de ver que yo no andaba detrás de él como un buitre y que estaba haciendo el ejercicio periodístico de hablar con su prima, tíos y tías, el artista se escondió en un salón y mandó llamar a Juan Carlos Zapata, su guardián.
Zapata es el esposo de una de las tías de Óscar. Es un hombre de más de 1,90 de altura y su fornido cuerpo puede intimidar a los cobardes. Juan Carlos, como la gran mayoría de familiares de Murillo que viven en Londres, también trabaja como cleaner; -aseador-, aquel laburo de los llamados “invisibles” que llegan a las tres de la mañana a las oficinas de alto turmequé y las abandonan a las 7 de la mañana dejándolas impecables como si quedaran listas para volver a estrenar. Hasta hace poco Juan Carlos comenzó a trabajar como asistente de Murillo, sin embargo no ha dejado su trabajo de cleaner. De hecho llega al taller pasadas las 11 de la mañana cuando ha descansado un poco de las violentas madrugadas. Los Caicedo Murillo -teniendo en cuenta que el papá de Óscar se apellida Caicedo aunque el artista se presente con el de su madre, como homenaje a ella- siempre han trabajado como aseadores, igual que Oscar que dejó este oficio hace solo dos veranos.
Fue un día de 1996 cuando su papá Belisario Caicedo, quien trabajaba en Colombina, decidió dejar la empresa para irse a probar suerte a Europa. Escogió el Reino Unido por la elegancia de los caballeros londinenses, a quienes admiraba por el actor Roger Moore y su papel en El Santo. Belisario tenía algo claro: el mismo esfuerzo físico que realizaba con su trabajo en La Paila, iba a ser mejor recompensado en Londres, así le tocara lavar baños. No se equivocó. Mientras él pudo comprar su propia casa con los ahorros en libras esterlinas en 15 años e incluso ampliarla con dos pisos más, sus compadres y contemporáneos del pueblo siguen trabajando en Colombina, y viviendo en alquiler.
Belisario duró solo un par de meses sin la compañía de su esposa Virgelina y sus dos hijos. Ellos llegaron a principios de 1997, Óscar apenas tenía 11 años, su mundo era La Paila, sus amigos se habían quedado en el pequeño corregimiento de Zarzal en el norte del Valle, quería ser futbolista y lo hacía muy bien. El cambio fue drástico pero el muchacho, como pocos, tuvo una ventaja sobre la mayoría de inmigrantes latinos, aprendió las reglas básicas del inglés en menos de un año. Pudo relacionarse, sin olvidar jamás que su ombligo, como el de los negros del Pacifico, estaba enterrado en La Paila. En los años posteriores llegaron más tíos y primos a radicarse en los suburbios de Londres, para conformar una comunidad de más de 50 paileños, algo parecido a un barrio que apaciguaba la nostalgia de la tierra caliente. El muchacho entró a la escuela y comenzaron sus primeros pasos hacia las artes plásticas. Expresar lo que sentía con sus manos fue una terapia de desprendimiento, algo que después se convirtió en un interés de vida.
El gigante Juan Carlos salió de un salón después de recibir indicaciones de Óscar. Me llamó a la mitad del patio de aquella institución y palabras más palabras menos me dijo que tenía solo cinco minutos para hablar con el artista. Pero que no le podía preguntar por los precios de las obras, porque eso lo tenía cansado, ni por detalles familiares ni sobre la críticas a su obra. Solo quería hablar del proyecto en los colegios. Frente a tales condiciones, le dije que no necesitaba esos cinco minutos, que mejor me iba a hacer reportería por mi cuenta por el pueblo.
— Tiene cinco minutos ¿qué quieres saber? — dijo Óscar sentado en un pupitre y mirando hacia la ventana.
— Ya no te voy a preguntar nada, Óscar. Aquí no va a haber una conversación amable. Solo te quería contar que voy a realizar una crónica sobre tu mundo en La Paila, que refleje un poco tu esencia.
Al final ese era mi plan, mostrar el lado humano de Óscar Murillo recorriendo sus calles de La Paila.
— Entienda, yo no quiero hablar más con periodistas. Para ustedes lo más importante es hablar de los precios y de eso no quiero hablar. Yo a La Paila he regresado una docena de veces y nunca había pasado esto: que me vengan a buscar y no pueda compartir con mi familia.
— No, Óscar. Es que tu entiendes mal. Yo en principio quería hablar con vos, preguntarte un par de cosas y si se podía, recorrer un par de calles hablando y ya. Para nada me interesa andar pegado como un chicle e invadir tus espacios. Entiendo que no quieras hablar más porque algunos periodistas te han hecho daño, pero te voy a contar algo: el mejor perfil periodístico que se ha escrito lo hizo Gay Talese sobre el cantante y actor Frank Sinatra, lo curioso, Sinatra nunca le dio una entrevista a Talese.
Le expliqué nuevamente que no quería preguntas y respuestas suyas, sino compartir con él. Observarlo.
— Bueno, viejo. Hagamos una cosa: yo tengo ahora unas fotos con un reportero y más tarde voy a jugar un partido de fútbol, si quiere sígame. Pero entienda que no le voy a dar una entrevista.
Murillo recorrió el Instituto Antonio Nariño, tal vez recordando que allí hizo sus dos primeros años de estudio. Su primaria la terminaría en la Fundación Hernando Caicedo que hoy ha cambiado su nombre por Fundación Caicedo González. Más tarde no le sería difícil adaptarse al School en Londres. A partir del noveno grado de manera inconsciente comenzó a caminar por el sendero de las artes plásticas, a rondar por los museos abiertos de la capital británica. Recuerda que una de las obras que más lo impactó y que hizo el click en su cerebro, fue la instalación de la artista colombiana Doris Salcedo, titulada Neither, que estaba expuesta en la galería White Cube. Tenía 17 años y llegó allí por recomendación de un profesor. Lo conmocionó aquella obra que reflejaba el secuestro de militares en Colombia, aunque para él resultaba un asunto distante de la tranquilidad del pueblo en el que había crecido. Su vida entonces no tenía memoria de haber visto ni en televisión a un hombre encerrado por mallas. Otra era la historia de Doris Salcedo que había dejado plasmada en aquel trabajo. Tal vez el subconciente de Murillo supo que los artistas son la representación de sus días, que eso los hace grandes, únicos.
El muchacho que colaboraba con la familia con su trabajo de madrugada como cleaner, entró en la duda entre escoger una profesión lucrativa o una que le diera satisfacciones para respirar. Gracias a su buen desempeño académico pudo entrar sin problemas a la Universidad de Westminster donde se matriculó, por el peso de la necesidad de generar ingresos, en la carrera de Animación. Su aspiración era poder casarse pronto con el amor de su vida, la venezolana Angélica Fernández.
Pero Óscar era infeliz. Un día salió de su casa con el portafolio de piezas artísticas que había ido recopilando durante sus últimos años de escuela, pasó derecho por el pabellón de animación, entró a la secretaría de la Facultad de Artes Plásticas, presentó su curriculum y solicitó la admisión. La obtuvo. Actuó como sabe hacerlo, sin planear, guiado por sus instintos.
Igual ocurrió con su trabajo final para graduarse del pregrado en el año 2007. Realizó una instalación basada en su biografía como inmigrante de La Paila y luego como hijo adoptivo de Londres. Aprovechó la Universidad para hacer su portafolio impregnado de la solidez de la academia y con aquellos halos de erudición que brinda la teoría. Un rigor que le abrió las puertas para ingresar en el 2010 a realizar la maestría en el Royal College of Art (RCA), donde de cada cien solicitudes solo aceptan veinte. Le dieron la bienvenida con una carta que le llegó a su casa, acompañada de una beca que cubría la costosa matricula.
Afuera del Antonio Nariño, el artista me invitó a tomar la bicicleta de su esposa para acompañarlo a realizar el shoot de fotos que le había prometido a la revista Semana. Entre pedalazo y pedalazo se podía descubrir al Murillo más natural de todos. Aquel que en cada cuadra de La Paila saluda a los vecinos por sus nombres; al que le gusta ir a la tienda de barrio que tiene su abuelita Alba María, quien con 80 años le reclama no haber ido a almorzar, mientras él le explica que los periodistas lo tenemos trabajando en lugar de estar tomando jugo de lulo con ella. Un Murillo auténtico al que le incomoda un poco que el fotógrafo de Semana le pida que se acueste en un pastal, cual modelo de calendario con una pose para nada espontánea, pero que reserva sus comentarios por respeto y humildad. Le cansan las fotos, le estorban los flashes y no se quiere dejar encandilar por ellos.
Me invita almorzar. Insisto entonces en hacerle un par de preguntas sobre arte, que evade, pero termina contestando. Su mente está puesta en el partido de futbol que tiene. Llegamos a la barbería Los Niches. Suena una canción de salsa choque y con varios apretones de manos Óscar saluda a aquellos amigos que dejó hace 16 años. La charla que entabla con Diego Galeano, conocido por su figura delgada como Chuleta, evidencia lo que hubiera podido ser el presente de Murillo si no se hubiera ido para Londres: Galeano es electricista en la compañía Ríopaila. Como ocurre con casi todos sus contemporáneos que trabajan allí o en Colombina. Murillo lo tiene claro: un tema de oportunidades.
Mientras a Diego Galeano en La Paila un compañero del Sena le presentaba a un operario de maquinas de los cañaduzales para que enviara su hoja de vida, a Óscar Murillo en Londres un compañero del Royal Center Art, le presentaba a los propietarios de la galería de arte Carlos/Ishikawa. Se le presentó la oportunidad.
En cierta medida la vida podría resumirse con un axioma: talento, ganas, relaciones y aprovechar oportunidades. A Murillo se le dio esa la combinación en el momento justo. Aprovechó su pesado trabajo nocturno de cleaner de tres a siete de la mañana para asegurar un ingreso y un horario que le dejaba tiempo para seguir formándose. Mañanas para estudiar, tardes para trabajar en un improvisado taller de plástica que el mismo montó y cuando podía se empleaba como asistente o técnico en exposiciones, museos y galerías. Solo, completamente solo, tocaba puertas para mostrar su arte. Un camino que le permitió entablar relaciones laborales con la galería Stuart Shave Modern Art, iniciar proyectos en el Institute of Contemporary Arts, y trabajar en programaciones con la Serpentine Gallery. Más allá de caerle bien a sus influyentes amigos del Royal Center Art, Murillo los cautivaba con sus originales trabajos que venían cargados de su esencia. Aparecieron las primera exposiciones colectivas en Los Ángeles y Berlín, las grandes vitrinas del mundo.
Murillo se ha expresado con lo que tiene a la mano y con el sentimiento del día a día. Si no tenía lienzos entonces cortaba retazos de tela y los juntaba para crear el espacio, si no tenía óleos entonces trabajaba con el polvo de su casa. Allí han quedado en sus obras cavilados trazos de tierra y la experiencia agresiva de sus días. La dimensión de sus pinturas quizá comenzaron a ser de tamaños gigantes de manera inconsciente porque de 27 años, el artista ha vivido 16 sumergido en el concreto de lo urbano, en el paseo del grafiti londinense. Así mismo, en cada obra se encuentra sumergida su biografía: las madrugadas de limpieza; el arduo trabajo de sus familiares en los ingenios del Valle del Cauca; y la belleza estética en la forma de las palabras de su idioma natal -mango, yuca, chorizo, arepa, maíz.
La Paila huele a mango, huele a dulce. En la finca de Gallego, un trabajador pensionado de Colombina, hay un árbol al que se le caen los frutos maduros. Allí llegan más de 20 jóvenes para jugar el partido amistoso. La mayoría saludan a Óscar sin rendirle tanta pleitesía como muchos lo hacen en los cocteles de Bogotá, Nueva York o Londres. Uno de ellos me cuenta que si el artista hubiese seguido la carrera de futbolista hubiera llegado muy lejos. Era un mediocampista agresivo, que si pasaba el balón no pasaba el jugador. Tal vez no estaban lejos de la realidad. Cuando reparten el equipo me enteró que tres de los muchachos son deportistas de alto rendimiento: Marvin Vallecilla, juega en el Pereira, Fabián Rodríguez en el Alianza Petrolera y un flaco al que le llaman Riquelme por su exquisito fútbol, entrena en las inferiores del Deportivo Cali. Uno de los presentes me recuerda que el pintor tiene un homónimo jugando en el Atlético Nacional, es el defensa lateral Óscar Murillo a quien ya lo pretenden equipos europeos por varios miles de euros. Murillo, el pintor, sale un poco exhausto del partido, jugó de defensa y dejó a su equipo ganando.
De nuevo pienso que allí se acabará nuestro día en La Paila, pero Murillo me invita a refrescarnos un poco en la caudalosa acequia donde aprendió a nadar. El pequeño río queda a pocas cuadras de su casa. En calzoncillos, como niños, nadamos y chapuceamos junto a sus tía Pacha, su tío Alex y sus primos. La noche cae y le digo que me voy para Cali.
— ¿Cómo así, no se va a quedar una noche en La Paila? — Me dice Murillo sonriendo.
— ¿En tu casa? — Le digo sorprendido.
Ya allí, le pregunto por el cuadro que tiene exhibido en la sala de aquella casa curuba. Me cuenta la historia de su hija pero me aclara que eso no es un Murillo “como los que conocemos”. Para mi sí y no le veo mucha diferencia. Yo no sé de arte. Pero el que si sabía era el artista Franz West, el hombre que le compró su primera pintura. West la descubrió accidentalmente en el baño de la galería donde Murillo guardaba sus obras de gran formato que realizaba en los tiempos libres de su trabajo como asistente. Quiso regalársela pero West insistió en pagarla y le dio mil euros. Fue el comienzo de un fenómeno del que Óscar evita hablar por sobre todas las cosas.
El voz a voz de su enigmático arte se comenzó a regar por el underground londinense. Murillo había tenido algunas de sus piezas exhibidas en varios espacios de buen nombre, fue invitado a la galería Mihai Nicodim en Los Ángeles y había hecho intervenciones como poner a jugar bingo a personas de la clase alta en el Dalston, además de levantar el piso para desnudar la calefacción terrestre de una universidad como expresión artística. Su taller ya era una cosa en serio y se había ampliado. Vendía cuadros por cinco mil dólares. Lo mismo ocurrió con el reconocido coleccionista Charles Saatchi, quien adquirió ocho de sus lienzos.
Como las obras ya no le pertenecían, Murillo se olvidó de ellas. Meses más tarde una de sus pinturas fue vendida por 210 mil libras (700 millones de pesos aproximadamente) en la famosa subasta de Christie´s en Londres. Recibió la noticia en Nueva York donde se encontraba y creyó que era un error, aunque de ese dinero y del resto de subastas no le ha entrado un peso. Entonces sucedió lo impensable, obras suyas comenzaron a ser subastadas por exorbitantes sumas de dinero: la casa Christie´s vendió un segundo cuadro por 391.475 dólares, la casa Sotheby´s colocó otro en 177.456 USD; en Phillips uno de sus cuadros alcanzó los US $224.000 y, como si fuera poco, la prensa reveló hace algunas semanas que el actor Leonardo Di Caprio había comprado un Murillo por 401.000 dólares.
En la noche fresca del Valle del Cauca, salimos a cenar. La invitación fue especial. Nos sentamos a comer chorizo, arepa, y yuca. Lo de él, lo mío, para qué manteles. Después pasamos a filmar una presentación artística que le tenían preparada las octogenarias cantaoras de La Paila. Bailamos un rato el currulao Qué maravilla y un par de canciones más del Pacifico. En el parque central le pregunté qué música escuchaba cuando trabajaba y se ponía a pintar. Pensé que iba a sobreactuar como muchos expertos de arte y me iba a decir que Bach, Liszt, o Schubert, pero me sorprendió con su auténtica respuesta:
— Escucho salsa, en internet pongo La Zeta. ¿Conoces esa emisora?
— Claro, la del Pepeson, el único negro que sabe por dónde se le mete el agua al coco.
Cuando nos fuimos a dormir, pensé en todas las criticas que había leído sobre el artista. Se me vino a la cabeza la envidia que debía producir el saber que desde septiembre Murillo comenzó a ser representado por el respetado galerista y dealer David Zwirner, un hombre que se mueve en lo grande del arte mundial, a quien la revista Forbes lo reconoce como uno de los personajes más influyentes del mercado del arte con galerías en Manhattan y una sede principal de cinco pisos en el exclusivo sector de Mayfair en Londres. Imaginé a los críticos revolviéndose en sus babas tras enterarse que ese paileño fue invitado por la familia Rubell a exponer en el Art Basel de Miami y que una de sus instalaciones en este momento está exhibida en el South London Gallery.
De pronto me despertó una canción del Charrito Negro, que se repitió unas tres veces. Eran las cinco de la mañana y los arrendatarios del primer piso de la casa curuba habían llegado a rematar su larga fiesta. Sentí que Óscar bajó a pedirles que bajaran el volumen del equipo de sonido porque tenía un invitado. Los vecinos lo increparon por tener fama y salir en los periódicos. Pero Óscar, como muchas otras veces, humildemente agachó la cabeza. En reversa aceptó un trago de desayuno y subió como un mortal más. Críticos hay en todas partes y tal vez los que lean está crónica dirán que Murillo se quiere parecer a Basquiat y yo a Gonzalo Arango. Pero qué le vamos a hacer.
Por @PachoEscobar