Errar es de humanos, perdonar es de perros
Anónimo
A propósito de la Semana Santa y de los clavos, pero no los de Cristo sino los emocionales, me vuelvo a referir al perro —no hombre sinvergüenza— sino al can, al mamífero de cuatro patas que le bate la cola cada que usted llega a su casa, como decía en mi vieja columna “¿Con el perro en la cama?”.
Como les parece que a una amiga muy querida se le murió su mascota. Cuando nos contó, lo hizo a través de un texto precioso en su honor en Facebook, pero también en el WhatsApp del “parche”. Entonces, todos de inmediato dejamos conocer nuestras palabras de solidaridad tratando de llevarle algo de consuelo.
Yo, metepatas como me sucede a ratos, sin consultar y con mucho entusiasmo para ayudar a aliviar su pena, propuse hacer una vaca y regalarle el reemplazo… Otro perrito que le hiciera compañía. ¿Por qué? Porque cuando tenía 14 años, me regalaron uno al que la empleada de la casa a su vez regaló a unos extraños, porque no le gustaba. ¿Cómo les parece? Lloré mis ojos por una semana, hasta que mi papá llegó con un minicachorro blanco, hermoso, intentando aliviar mi pena y al que bauticé Bandido, como el Bandid de mi tía Blanca en Nueva York.
Bandido creció y se transformó en un gremlin tan feo como vivaz, querendón, alegre, de caminar particular y tremendamente inteligente como buen Purchan (puro chandoso, jejeje). Cuando estábamos en la Universidad, mi papá lo traía de visita a Bogotá y pasaba las avenidas sin problema, iba no sé hasta dónde y regresaba en la tarde; recorría las calles como si las conociera de toda la vida… Pero un día no volvió; pasaron tres meses y dedujimos que por “libre y feo” se lo llevó una perrera de la que se escapó.
Un día, después de tres meses, sentimos rasgar la puerta como solo lo hacía él. Abrí y Bandido se echó a mis pies a llorar… y mis hermanos y yo con él. Nunca nos había conmovido tanto un perro. Olía horrible, estaba lleno de turupes y garrapatas; ¡gemía con dolor en el alma!... Tenía las patas ensangrentadas, lastimadas de tanto caminar y las costillas como guacharaca, pero no dudamos en abrazarlo. Su regreso hizo su presencia más significativa e importante de lo que ya era en nuestras vidas.
Olía horrible, estaba lleno de turupes y garrapatas;
¡gemía con dolor en el alma!...
Mi amiga estaba muy compungida, pero tras mi propuesta llegaron todas las opiniones: que primero había que hacer el duelo, que mejor pasara un tiempo, que mejor ella dijera qué quería… Hasta que saltó la que dijo: “un clavo saca otro clavo”, que era lo que en términos literales yo pensaba, pero no hubo mayoritaria acogida.
Uno de verdad es que no sabe cómo es que va a pensar y a actuar cuando le entren los años. Lo digo por las expresiones que leí y por las que, con las disculpas por no haber consultado, me retiré sigilosamente de la conversación.
Siempre he creído que opinar tal como se piensa, así sea crudamente, se acentúa con los años. ¿Por qué? Porque si no sucede, algo anda mal; porque ya no importan tantas bobadas que antes sí, ni hay tantos temores que antes sí. Claro que, si es por eso, tengo el desparpajo que llega con los años desde niña. Bueno, así lo entiendo. Es por lo que creo que a la diplomacia, como a la juventud, también le van saliendo sus “arrugas”, ¿no?.
Por lo pronto, el perro de mi amiga duerme el sueño de los justos… Y mi propuesta también.
¡Hasta el próximo miércoles!
