Enrique*, distinguido empresario, querido por naturaleza, ya en sus 70 años, obeso, estresado por un negocio difícil, sufre muerte súbita —infarto al corazón— en una oficina. Es reanimado y durante los cincuenta minutos siguientes hace otros cuatro paros cardiacos. Reanimación por más de veinte minutos en urgencias. Nadie cayó en cuenta que la naturaleza le había dicho, “ya hiciste tu labor, vamos”. La oposición férrea de médicos lo conduce a coma inducido, anuria (el riñón no produce orina, el cuerpo se intoxica al no eliminar sus desechos), infección respiratoria y, sin saberse, un muy posible daño cerebral, no solo por la falta de oxigeno por tiempo tan prolongado sino por la intoxicación urémica durante los siguientes días. Todavía no sabemos si despertará consciente o no.
Si llega a sobrevivir en buen estado mental y físico será una lección grande de almas en resonancia —la de la persona y las de los médicos— para una labor que Enrique continuará en esta vida. Ojalá con la alegría de hacerlo. No es fácil recuperarse de una experiencia como esta. Su vida ya cambió para siempre, solo por el hecho de saber lo vulnerable que está su corazón y las restricciones que le impondrá.
De lo contrario, de sobrevivir con discapacidad neurológica, no quiero ni pensar en el sufrimiento prolongado para él y su familia.
El tercer panorama es que muera luego de todos los esfuerzos. El gasto humano, social, familiar es inconcebible.
Habría sido mejor que el médico hubiera decidido “dejar que la muerte llegara”,
cuando la casi certeza de una lesión cerebral permanente,
hubiese cruzado por su mente y arraigado en su corazón
Es fácil pensar en retrospectiva, pero en los dos últimos escenarios mejor habría sido que alguien –un médico- hubiere tomado la decisión de “dejar que la muerte llegara”, cuando ya la sospecha, casi certeza, de una lesión cerebral permanente, hubiese cruzado por su mente y arraigado en su corazón. Sí, se necesita corazón y no cabeza para dejar ir a un ser humano cuando la naturaleza lo muestra tan claramente (5 paros cardiacos en menos de una hora).
Insisto en el tema de la muerte en estas columnas. Insisto en la imperiosa necesidad de aceptarla, acogerla, con más alegría que tristeza. La muerte es la graduación de la vida. Cumplimos nuestro aprendizaje y dejamos el colegio atrás. No lloramos en estos casos. Celebramos el grado, no lo convertimos en tragedia. Un poco de pena es lógico para quienes quedamos, como también la gratitud y el gozo al pensar y sentir a quien se fue.
Resulta que a los médicos también nos han fragmentado, (ver ¿Está la medicina deshumanizada?). Nos han convertido en máquinas para reparar cuerpos, sin corazón para ver al humano que habita ese cuerpo. Tomamos decisiones con cabeza científica y dejamos de lado el costado humano, el Alma. Esto nos hace sufrir, pero no queremos reconocerlo, por lo menos no lo hacemos tan fácilmente.
Me gusta aliviar el sufrimiento humano, un componente importante de ser médico. Sin embargo, los médicos hacemos sufrir a las personas. Somos humanos y podemos provocar sufrimiento —innecesario— con nuestras palabras, con los efectos secundarios de medicamentos, con los procedimientos que hacemos. Lo digo cuando no están claramente justificados. Pareciera ser este el caso de Enrique. Esperemos el desenlace para ver en qué queda esta disertación.
*Nombre ficticio