Nada más difícil y a la vez más fácil que pedir o dar perdón. Todo depende de las circunstancias de modo, tiempo y lugar. Empecemos por lo fácil: el perdón de buena educación.
Una persona se tropieza con otra y dice “perdón”. La otra lo otorga sin restricciones, “No es nada, no se preocupe”. Las dos siguen su camino tranquilas.
En la misma situación si la persona que debe otorgarlo, no lo hace sino que responde: “¡No sea bruta!”, provoca un contraataque inmediato: “¡Más bruta será su abuela!!”. Así lo que era un incidente sin importancia termina convertido en un nuevo conflicto.
Un poco más duro es pedir perdón por una ofensa grave, una violación o un homicidio, como lo hizo Salvatore Mancuso extraditado a una prisión en EE. UU. Claro, no tenía a nadie al frente, sino una pantalla de computador y está debilitado por los años de internamiento que lleva y los que le esperan. Sin embargo, lo hizo. Pidió perdón, una y mil veces, infinitas veces, como no lo ha hecho Ricardo Palmera, quien está en la misma condición de victimario y extraditado.
Mucho más difícil que lo anterior sería pedir perdón desde el poder. Ya quisiera ver a los mismos, Mancuso y Palmera, en camuflado al mando de sus tropas, sin haber sido derrotados, reconociendo sus crímenes y rogando el perdón de sus víctimas. Es más fácil arrepentirse cuando se está tras las rejas que cuando se tiene un fusil en la mano. Tal vez por eso es que les cuesta tanto trabajo a las fuerzas militares pedir perdón por el Palacio de Justicia, los falsos positivos o el asesinato del grafitero. Ellos también tienen el fusil al hombro.
Y todavía más difícil es pedir perdón cuando se está ad portas de un acuerdo para la paz y se tiene la expectativa de llegar al poder, como les pasa a las Farc y al ELN. Debe ser porque creen que si se arrepienten debilitan su posición negociadora.
El perdón cuando ya se está en el poder, por el contrario, resulta sencillo. Un acto magnánimo, una actitud casi de “sobradez”. Yo tan importante, yo tan grande, yo tan generoso, pido perdón y me engrandezco como un pavo real.
Lo que si es verdaderamente difícil es dar el perdón. Porque cuando se ha sufrido, cuando uno es víctima, sin importar quién nos hizo el daño, los paracos, los guerrillos, los militares, los delincuentes, la autoridad, la empresa privada o mi vecino, perdonar es un acto de grandeza verdadero, que alivia el alma de quien lo otorga y envilece a quien se le concede, porque en ese mismo acto queda condenado como victimario, como lo que es: un asesino.
El acto de perdón de las víctimas de alias el Iguano me dejó esa sensación: Cuando una víctima le decía “yo te perdono” se convertía en un ser enorme, grandioso, que lograba mucho más que una cárcel, poner en su lugar a ese ser empequeñecido y ridículo que fue algún día un simple matón.
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