Por estos días escuché la historia de Maria Josep Pazos, una mujer que despertó de un coma luego de escuchar una canción de su grupo musical favorito.
Y me alegré por ella y por su familia.
Me alegré de un modo particular. Del mismo modo en que me alegro cuando me entero de que alguien cae de un piso alto y se salva, de que otra persona es atacada por un tiburón y sobrevive o de que una más recibe un balazo en el cráneo y contra toda probabilidad sale adelante sin secuelas.
Con una alegría que se apareja con la sorpresa y con la incredulidad. Y es lógico que sea así: cada uno de esos episodios nos maravilla porque desafía nuestra percepción de lo que es normal.
Sin embargo y por extraños que parezcan, estos eventos hacen parte de la curva estadística. Es decir, no están en el centro de la curva, donde se sitúa la gran mayoría de los hechos (que por eso mismo consideramos “normales”) pero sí se ubican en los extremos del análisis estadístico.
La estadística, por ejemplo, dice con relación a los accidentes aéreos que un porcentaje altísimo de quienes los sufren, mueren. Ese porcentaje, sea el que sea, no es el 100%, es decir: habrá un número de personas —y la estadística lo anuncia— que sobrevivirá. Y eso, aunque muchos se empeñen en llamarlo milagro, no es otra cosa que la implacable sentencia del azar y sus números.
Hay algo impúdico (y que, de hecho, deja muy mal parado a cualquier dios), en adjudicar a la intervención de un salvador las historias de sobrevivientes en medio de las catástrofes: agradecer a Dios por salvarnos de un maremoto es como agradecer a un asaltante de tren por ignorar nuestro vagón y robar en el siguiente.
Y ese punto es el que quisiera explicar a quienes atacan la eutanasia amparándose en ejemplos como los de Maria Josep Pazos. Ellos argumentan que deberíamos prolongar la vida de cualquier ser humano sin importar lo grave de su estado y lo ominoso de su pronóstico, porque hay ejemplos de personas que, habiendo estado en esa circunstancia, salieron indemnes.
¡Que me perdone la familia de Cerati, pero no! Esos ejemplos son rarísimos, como la estadística misma lo dice y, justamente por eso, no deberíamos tomar decisiones basados en ellos.
Las estadísticas dicen que algunos de los que caen de edificios se salvan y no por eso vamos a balancearnos tranquilos en la cornisa.
La estadística prevé que un reducido número de pacientes con cáncer se curen aún habiendo estado desahuciados. ¿Es esa una razón para prescindir de los tratamientos prescritos por la medicina?
La estadística es la única bola de cristal que merece mi respeto y por eso mismo es mi faro a la hora de tomar algunas de las más importantes decisiones vitales.
Ella dice que la inmensa mayoría de los pacientes a quienes se les decreta una muerte cerebral y que se mantienen vivos por medios artificiales, jamás se despertarán y sí prolongarán el sufrimiento de quienes los rodean.
Por eso (y porque, ¡carajo!, mi cuerpo es mío y no de ningún amigo imaginario), elijo y exijo, feliz y sonriente, la desconexión antes que la prolongación de una vida que es cualquier cosa menos vida. Y con mayor razón lo pido luego de conocer el caso de Maria Josep Pazos... ¡qué tal que a alguien se le ocurra probar a despertarme cantándome al oído una canción de Silvestre Dangond!