Cuando los sobrevivientes de la masacre ocurrida en Uganda se sentaron frente a frente con los perpetradores de tan horrenda acción de odio étnico jamás pensaron en el olvido. Sin embargo, lograron llevar al país a una situación de equilibrio, no de ausencia de conflictos, pero de sí de calma. Una calma en la que conviven víctimas y victimarios. Perdonar y olvidar son dos cosas distintas, no obstante, las dos van agarradas de la mano. Esta es una situación difícil de entender en el ideario cotidiano del colombiano. Sentarse frente a aquel o aquellos que causaron pérdidas humanas irreparables es una tarea de pendejos, diría cualquier ciudadano de a pie al que se le pregunte intempestivamente. Se trata de acumular en el interior todo el dolor y el odio, y llevarlo dentro de cada cual que lo vive como una pesada carga que solo espera tener su punto final con la venganza. A pesar de ello, la calma no se logra con la satisfacción del objeto deseado. Ahora bien, el asunto parece ir más allá cuando se trata de la realidad colombiana, porque no hemos aprendido a convivir con la diferencia, siendo un país pluriétnico y pluricultural, o tal vez se trate de un problema de carácter meramente político, de manipulación colectiva en pos del odio. Una manipulación que hunde sus raíces en nuestra historia republicana y nos hace ver como un país de violentos.
¿Qué hace a los ugandeses más sensibles al perdón en comparación con los colombianos? ¿Se trata realmente de nuestra incapacidad para perdonar? ¿De nuestra tendencia a acumular odios y conflictos irresueltos que finalmente descargamos contra nuestros congéneres y no contra aquellos que los han provocado? Ningún político colombiano se promete públicamente irse a los puñetazos con sus oponentes (excepto el patrón varito). Jamás veremos a los liberales y conservadores dándose puñetazos en el congreso, pero sí conocemos por nuestra historia patria, como estos arengaron verdaderos conflictos fratricidas entre colombianos. Los políticos no hablan de política en sus encuentros sociales. Saben de sobra que esa es una tarea de trabajo, no de disfrute.
Perdonar a los que se alzaron en armas es una tarea que al parecer nos queda cuesta arriba en una colina sin fin, y en la que, por alguna razón que no está clara, parecemos sentirnos mejor mientras nos azuzan, como perros de caza o de peleas callejeras, a la acción violenta. Mientras tanto el país es repartido como botín de guerra, pero no es la guerra de aquellos que la pelean, que la luchan, o que la sufren, sino de aquellos que la provocan. Un soldado, o un agente de policía, un guerrillero, o un combatiente de las autodefensas, no tienen nada que ver con los líderes que les dan órdenes, pero si tienen todo que ver con los “enemigos”, que son, al fin y al cabo, sus congéneres, sus compatriotas. Estos son igualmente asalariados. Dependen tanto de su labor manual, como lo hace cualquier empleado en una empresa, por lo tanto, no controlan nada y son prescindibles, pero no lo han entendido. No han entendido que luchar solo afecta a los de abajo, mientras los de arriba se ríen y disfrutan de la riqueza que han usurpado de aquellos que se matan entre sí.
Perdonar es pues, darse la mano con aquellos con los que se comparte la misma condición social. No es un problema de políticos, ni de comandantes, ni de generales, es un asunto de hermandad, de necesidad social, de patria. Ningún animal recuerda con rencor a otro con el que se ha enfrentado. Los animales no guardan rencor, solo actúan por instinto. No obedecen a ideas, solo reaccionan. Los seres humanos, en cambio, se supone que operamos por cosas superiores, esas que llamamos ideas, pero esas ideas deberían hermanarnos, sin embargo, nos distancian, nos enfrentan, nos convierten en enemigos, y hasta en asesinos.
Colombia tiene muchas riquezas, pero estas no sirven para que los colombianos disfruten de ellas con cierta equidad, porque algunas posturas basadas en el egoísmo, plantean que algunos deben tener más que la mayoría. Esto no es raro en un país clasista, racista y de estratificaciones sociales como lo es el nuestro y en donde vivir en determinadas zonas da más beneficio que a la mayoría, y por lo tanto el que vive en dichas comodidades, se siente con el derecho a creer que merece más, aunque a los demás les toque menos o, simplemente no les toque nada. Esta que parece una idea maniquea del rico y del pobre, no proviene de un problema de falta de autoestima o de inseguridad individual, sino más bien de un problema real que atraviesa toda la geografía nacional: no se reparte lo que nos pertenece a todos entre todos, sino entre unos cuantos. Nos empujan a pelear entre nosotros mismos por cosas que no necesariamente nos benefician a todos y nos engañan con mentiras que enredan y confunden con la sola intención de sacar provecho del desconcierto que las falsedades generan.
En este círculo vicioso, una sociedad manipulada hasta el cansancio, no puede identificar claramente quién es el enemigo, ni hacia dónde debe marchar, sino que se vuelve contra sí misma, y los conflictos sociales que no tienen origen en la masa, terminan siendo parte de esta y de su día a día, en un torbellino que lo arrasa todo. Aunque se viva en un país de instituciones y de ideas democráticas, la procedencia y la condición social lo marcan todo. La lucha fratricida en Colombia sirve para mantener las instituciones y a los políticos que la administran. Las elecciones perpetúan a los mismos que nos mienten, mientras pasan los años y la situación social empeora, en vez de mejorar. En este ritmo de cosas, ¿perdonar para qué?, ¿para seguir en las mismas?
¿Saben lo que se puede hacer con los cuarenta y cuatro mil millones que repartió “uribito” entre los que más tenían? Esta es solo una cifra. Perdonen las que se me olvidan. ¿Dónde dejamos lo que se perdió con lo de Odebrecht?, ¿la plata del túnel de La Línea?, ¿los fondos de pensiones?, ¿el dinero que se reparten las empresas de salud?, ¿las regalías? En fin, toda esa plata, más los terrenos baldíos, y si a esto le suman todo lo que se ha invertido en la guerra durante los pasados sesenta años, todo ese mundo que podría hacer de Colombia un país con mayor dignidad para los colombianos, se disuelve en tensiones generadas adivinen desde dónde y por quiénes. Les aseguro que no la producen los soldados rasos, ni los exguerrilleros, ni mucho menos los ciudadanos de a pie. ¿Cuándo lo vamos a entender? ¿Perdonar para qué? Perdonar para quitarnos la venda de los ojos y ver con claridad el país que ya no debemos seguir siendo y el que queremos ser. He ahí el sentido de perdonar y seguir caminando.