Lo siento, soy lo suficientemente viejo como para haber padecido modas musicales tan asquerosas como el merengue, el meneíto, los Hombres G y los vallenatos de Patricia Teherán. En los noventa los jóvenes de estilo escuchábamos los grupos de rock de moda, Nirvana, U2, Pearl Jam, Janes Adicction y Red Hot Chili Peppers. Incluso íbamos treinta años atrás y abrazábamos como música juvenil a los Beatles, Led Zepellin, los Stones y Pink Floyd. MTV era un canal importante y a falta de internet te mantenía al día de los últimos álbumes del grunge y hasta del rock en español. Eran los años de Fobia, Café Tacuba, Soda Stereo, Charly García y Los tres. El ritmo a odiar por excelencia era el vallenato. Yo me los sabía todos porque viajaba cuatro veces por año en una buseta estrecha de Cúcuta a Bucaramanga, aderezados a punta de Chiches, Diablitos, Kaleth Morales y demás basura vallenata.
Pero en el 2004 todo cambió. No solo la democratización del internet permitió que cualquier idiota pudiera tener voz y, lo más grave, voto. El concepto viralización se expandió con la misma rapidez y ferocidad con la que se contagiaba la gente en la Edad Media con la peste bubónica que diezmó ciudades enteras. Por esa fecha empezó a sonar con fuerza Daddy Yankee y Quiero más gasolina, un ruido extraño y sofocante que al principio solo impactó a los adolescentes más guarros del barrio pero que pronto se apropió de todo el continente. Trece años después el fenómeno no solo sigue vivo sino que hay más de un intelectual de izquierda que, en su afán de legitimar su placer culposo, ha elevado al reguetón al nivel de la salsa y ha intentado compararlas diciendo que, al principio de la década del setenta las canciones de Eddie Palmieri, Willie Colón y la Sonora Ponceña, eran tildadas de música hueca para malandrines, prostitutas y jaladores de carro equivocándose de palmo a palmo. Veinte años después de la explosión salsera, el venezolano César Miguel Rondón creó la biblia teórica con El libro de la salsa. Yo no me imagino a Fernando Ortiz, musicólogo cubano, ahondando sobre los ritmos de J Balvin o Maluma por más que el youtuber Justin Bieber los invite a cantar con él.
Por esa fecha empezó a sonar con fuerza Daddy Yankee y “Quiero más gasolina”,
un ruido extraño y sofocante que al principio solo impactó
a los adolescentes más guarros del barrio
Yo escucho música todo el día. La gran mayoría de las veces lo hago a solas y siempre son los mismos tres o cuatro discos completos que he escuchado desde hace 15 años. Soy lo suficientemente viejo como para no abrirme a los Dj o a jóvenes jazzeros que han explotado en Youtube. Para mí la música, como la marihuana, es un placer que se consume en solitario. Cuando bebo me gusta la salsa, el rock de los noventa, los Stones y si, si estoy muy ebrio me pongo una y otra vez las viejas canciones de Miguel Bosé o Nicola di Bari que son una mierda pero son mi propia mierda. Entiendo que los veinteañeros perreen los viernes en la noche y que la mañana del sábado sofoquen su guayabo químico con Creedence. Lo que no le perdono es a cuarentones como uno, que se precian de haber escuchado música, que pagan VIP cuando viene U2 o Depeche Mode así no se sepan completa ninguna de sus canciones, decir que a ellos el fenómeno Maluma no les disgusta tanto y que hasta lo verían en Madrid y si es posible harían la filita al lado de Messi, Suárez y Neymar para darle la manita. ¿Será que son tan imbéciles que escuchan en sus soledades otoñales las Cuatro Babys o Felices los cuatro o alguna chorrada de estas? ¿Será que las neuronas no le dan para más que pueden llegar a sentirse menos solos con los ritmos de Kevin Roldán? ¿Habrá gente cuarentona que escuche reguetón a solas para entrar a un nuevo estado de conciencia?
El rock ya desapareció en Colombia. Miren no más que Medellín, ciudad autoproclamada progresista que pasó a la historia por ser la primera que no pudo vender las boletas suficientes para que el líder de los Beatles se presentara allí. Miren no más la ausencia de bares de rock importantes, influyentes en Bogotá. En esta sociedad posapocalíptica el ruido oficial son las de las viejas casas de la Séptima desplomándose y el reguetón, el reguetón que ya hasta escuchan los muchachos de izquierda para demostrar, en su necesidad de aparentar ser políticamente correctos, que no son excluyentes, que entienden y abrazan a cualquier persona, incluso a los descerebrados, sobre todo a los descerebrados.