En Colombia, tan mágica y tan salvaje, casi todo es imprevisto, machetero, inconcluso, hipotético. A la colombiana. Aun lo que no tiene la evidencia física de un puente sin orejas o un mico en una ley. Como el perdón.
Aquí el perdón —con perdón de perdonantes y perdonados auténticos— se ha convertido en un estribillo que cualquiera canta en la ducha y de ahí para afuera en cuanta entrevista, rueda de prensa o evento mediático se presente.
Un perdón no se le niega a nadie.(Se sataniza, sí, a quien no pueda, no quiera o no esté listo para conjugar el verbo.) Al estilo de los bluyines rotos que cuelgan de las vitrinas, se ha vuelto una moda callejera de quita y pon. Nada más in que pedir y lanzar perdones a quien pueda interesar. De dientes para afuera, muchos de ellos.
“Repetidas veces he pedido, a nombre del M-19, perdón a las víctimas (del Palacio de Justicia). Aunque no tuve responsabilidad en la toma, soy el superviviente más antiguo del Eme… Fue una terrible equivocación de la cual nunca nos arrepentiremos lo suficiente… El perdón es una decisión personal de cada ser humano. No se puede decretar… Cuando se produce, mejora la vida de quien perdona, se prescinde de una amargura que pesa y duele”, escribió Antonio Navarro Wolf en El Colombiano, el pasado 6 de noviembre.
Y no sólo él lo afirma, lo del piano que se descarga cuando el perdón es sincero; lo testifican montones de colombianos que, al igual que hacen los crisoles con los metales, purifican sus dolores. (Incomparables, ningún duelo es mayor o menor que otro; ninguna víctima lo es en mayor o menor grado que otra.) Para dar cuenta de su decisión y experiencia de “liberación” al mundo o para callarlo, cualquiera de las dos opciones es respetable. Solo que la magnitud de la renuncia a la rabia y al rencorno se mide en decibeles.
Se ha levantado una fiebre de perdonitis
que comprueba lo dicho por el escritor español Vicente Verdú
“La cultura de hoy es, en primer orden, emotiva”
No quiero decir con esto que solo quienes sanan en privado cabeza y corazón, son los poseedores del perdón revelado; quiero decir que aquí y ahora —a lo mejor por la sensiblería colectiva que despierta la probabilidad de un acuerdo de paz con las Farc— se ha levantado una fiebre de perdonitis que comprueba lo dicho por el escritor español Vicente Verdú: “La cultura de hoy es, en primer orden, emotiva”.
El perdón, otro emoticón.
(El documental Carta a una sombra, dirigido por Daniela Abad y Miguel Salazar, eslabón perdido entre la memoria con la que Héctor Abad Faciolince escribió el imprescindible El olvido que seremos y el respaldo documental —valga la redundancia— y testimonial de la historia allí narrada, además de bien realizado y conmovedor, también es clarificador. Para mí lo fue, me ayudó a despejar una idea que desde hace tiempos me da vueltas en la cabeza, respecto de la ligereza con la que suele pronunciarse la palabra “perdón” y la precariedad del concepto que la sustenta. Porque si bien en la familia de Héctor Abad Gómez —lo deduzco del libro y del documental— nadie corrió a perdonar por televisión a los autores del crimen, tampoco nadie juró venganza ni escogió el odio como antidepresivo. La memoria ha sido su mejor aliada para conjurar la muerte.)
El perdón, una puesta en escena. Lo fue el del día de la conmemoración de los treinta años de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y la retoma por parte del Ejército Nacional. Se había anunciado con fanfarria que el presidente pediría perdón por las acciones y omisiones del Estado en el holocausto. Una petición agridulce porque, además de que llegaba tarde, era ordenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fallo proferido el 14 de septiembre de 2014.
Poco convincentes los golpes de pecho oficiales, se infiere de la crónica de El Espectador del domingo. Ni siquiera la coreografía, a pesar de que Juan Manuel Santos hizo su esfuerzo: “Como jefe de Estado pido perdón, lo hago de corazón y no sólo para cumplir una orden”. Para desembocar en un condicional similar al del expresidente Betancur: “Si errores cometí pido perdón a mis compatriotas”. “Si hubo fallas en la conducta y los procedimientos de los agentes del Estado, así debe reconocerse”, dijo Santos. Si…
Si acaso te ofendí, peeerdón/ si en algo te engañé, peeerdón… Serenata de amanecido.
COPETE DE CREMA: La apertura de una investigación “para determinar los alcances de la cosa juzgada de los indultos y amnistías” concedidos al M-19, con la firma de la paz (1990), es uno de los últimas bombazos que acostumbra lanzar el fiscal Montealegre. No sabe uno si es torpeza o astucia. Imprudencia sí, seguro. ¿Con qué confianza se seguirán haciendo paces en este país? Lo dicho: perdones a la colombiana.