Perdón

Perdón

El entierro fue el jueves a las cuatro de la tarde. Ya en el cementerio, cuando fui a empujar el ataúd para guardarlo, miré hacia arriba y vi la Virgen de la Piedad...

Por: Hugo de Jesús Tamayo Gómez
julio 25, 2018
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Perdón
Foto: Pixabay

Dije: “¡Ay, virgencita!, gracias por haberme permitido tenerlo, educarlo, formarlo, verlo crecer... En nombre de Jorgito, pido perdón a todas las personas que él en su corta vida haya ofendido. Y te ofrezco de todo corazón el perdón para los que lo han callado y que creen que segando vidas parará este conflicto que vengo padeciendo desde que tengo uso de razón. Algún día les remorderá la conciencia. Que Dios los bendiga”. Me eché la bendición y me fui.

Al sábado que salí de misa de siete de la mañana, cuando iba girando la esquina para llegar a mi casa, había una persona gritando; renegaba sentado en la acera y había unas señoras ahí paradas, al pie de él, escuchándolo. Le pregunté a una de ellas qué le pasaba a ese muchacho. ¡No, un paraco que está herido ahí!, dijo una de ellas un poco despreocupada. Es un ser humano, le contesté. Luego me le acerqué más y le hablé: “Si cambia de vocabulario, yo le puedo ayudar”.

Como yo vivo a unos veinte metros, entonces, cuando ya estaba algo calmado le di la mano, lo paré y nos fuimos. Llegué a la casa, abrí la puerta de la calle, lo entré, lo senté en el comedor, fui a la cocina, preparé un café con galletas y queso y lo dejé comiendo. Mientras tanto tomé el teléfono y llamé a María, una enfermera amiga, y le dije: “Por qué no me hace un favor, venite que hay un muchacho con una herida en un pie, lo tiene inflamado y está ardido de la fiebre. Entre a la farmacia y compre una droga, que yo ahora le doy la plata”. Y dijo: “Listo, ya voy”.

Cuando el muchacho terminó de desayunar, como lo vi tan sucio, fui a la pieza y le traje una camisa y una pantaloneta de las que quedaron de Jorgito, y le dije que entrara al baño y se cambiara. Luego llegó María con gasa, esparadrapo… y le limpiamos la herida. “Doña Pastora, ¿que se acueste ahí?”, dijo la enfermera cuando lo terminamos de curar, señalando el corredor. “No, camine para la pieza”, dije yo, y lo entramos y se acostó. María le aplicó dos inyecciones en las nalgas y se quedó dormido.

Nosotras seguimos sentadas en un mueble frente a la cama, cuando de pronto él nos interrumpió la conversación y preguntó: “¿Ya me puedo parar?”. “Si no te sientes mareado, pues párate”, le dijo la enfermera. Entonces él, muy despacio, se fue enderezando. Y, sentado, apoyó las manos sobre la cama para intentar levantarse, pero apenas alzó la cabeza, vio unas fotos en la pared, y gritó: “¡Uy!, ¡qué hace ese man ahí!”. Y se quedó pasmado observándolas. Luego, sin retirar la mirada a la pared, frente a las fotos, volvió y dijo: “¡A ese hijueputa lo matamos antier!”. Entonces yo le dije: “Esa es su cama, donde estás sentado, esta es su alcoba, esta es su casa. Esas son las fotos de grado de Jorgito y yo soy su madre. ¡Ese hijueputa, como usted dice, es mi hijo!”. Entonces el muchacho entró en shock y se puso a llorar. Y ahí mismo se me vino a la mente la cuenta de cobro que había pensado en el cementerio.

Mientras él, asustado, seguía llorando, mi reacción fue coger de la mesa un teléfono inalámbrico que tenía mi hijo, y le dije: “Señor, en algún lugar del mundo hay una madre que llora. Que quiere saber dónde está usted. Llámela. Si le da pena decir qué está haciendo, no le diga, pero dígale que está vivo”. Él se quedó hablando y yo me salí con la enfermera para el patio, donde también se encontraban mis dos hijas, y las cuatro nos pusimos a discutir el asunto.

“¡Hay que matarlo!”, decía una de mis niñas. “Con una inyección tiene”, dijo María. “¡Es que mató a mi hermanito!”, argumentaba mi otra hija. “¡Un momentico!”, –les dije yo–. Si ustedes me ponen aquí a Jorgito, y que aparezca vivo, ¡pero que yo lo vea!, pueden picar a ese muchacho si se les da la gana”. Mis hijas y María repetían furibundas: “¡Hay que matarlo!”. Por último, les insistí: “¿Y qué hacemos con un muerto aquí? ¡Nos volvemos sicarios entonces!”.

Mis hijas salieron de la casa calladitas y yo me quedé con María, que también seguía sin palabras. Y volvimos a la habitación. Y ahí él nos contó quién había pagado para que lo mataran, que lo amarraron y quiénes y de qué forma lo violaron: que le echaban sal en… Cuando terminó de hablar, el muchacho se paró. Entonces saqué dinero y le dije a María que le aconsejara qué pastas podía tomar.

Caminó hasta la puerta, se paró en el umbral y todo asustado miraba como un conejo para lado y lado de la calle. Como lo vi tan nervioso e indeciso, le aconsejé: “Es mejor que vaya al hospital, porque le puede dar tétano. Y váyase tranquilo”. Al fin se fue.

Y cuando se dio la desmovilización de las autodefensas, él era el primero que estaba en las reuniones. Pero no duró mucho, al siguiente diciembre lo mataron y, cuando vino la mamá a recogerlo, le ayudé a hacer los trámites para llevarse el cadáver.

Nota: esta crónica hace parte del libro Dos velorios, editado y publicado por Hilo de plata editores.

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