Quienes crecimos y nos formamos en la tradición del liberalismo filosófico y político (en el sentido ideológico, más no partidista) no hemos tenido el mejor de los años. Creer que la verdad, la razón, la coherencia, “el progreso” y las propuestas estructuradas son fundamentales para ganar elecciones y posteriormente para gobernar es, en estos momentos (¿siempre?), solo un deseo y una añoranza vaga. En varios lugares, lejanos pero también muy cercanos, vemos cómo los proyectos y las campañas que promueven las mentiras y la desinformación y que recurren a las movilizaciones basadas en el miedo, el odio, la desconfianza y la discriminación obtienen sendos triunfos electorales.
Ante esta situación, se puede descalificar a esas mayorías (por pequeñas que sean son mayorías electorales) y decir que son ignorantes y manipulables. O se analiza, se profundiza y se amplia la información sobre el contexto y las razones que posibilitan que se den este tipo de fenómenos con el fin de comprenderlos y, como no, contrarrestarlos.
Una primera explicación tiene que ver con las tensiones producto de la apertura económica y la globalización en los últimos 35 años. El movimiento centrífugo de las fuerzas y poderes económicos ha generado sentimientos de abandono e impotencia en grandes franjas de la población. Cuando la gente percibe que las decisiones sobre su bienestar (empleo, ingresos, pensión) se toman en lugares distantes, por instituciones ajenas y por fuera de su esquema de control, se genera una sensación de orfandad y una consecuente necesidad de protección. En este contexto, surgen entonces los candidatos o partidos que prometen ignorar o destruir las fuerzas del mercado responsables de “todos los males” de la gente. El mercado, que ha demostrado que por si solo no es un buen antídoto contra los altos niveles de inequidad presentes en muchas de nuestras sociedades debe ser objeto de intervención y de acciones de redistribución que buscan ajustar y enmendar sus imperfecciones. Hechos estos ajustes, la posibilidad de ampliar relaciones económicas y de promover la libre empresa, la innovación, la tecnología y la especialización demuestran ser un buen motor de desarrollo y bienestar en la mayoría de las sociedades. Hoy es absurdo y suicida pensar que se puede aislar económicamente un territorio. También es claro que ningún Estado puede simplemente abandonar a las poblaciones afectadas por la globalización con el argumento de que en promedio “todos estamos mejor”. El ataque al libre comercio, alguna vez bandera de la izquierda, y la promesa de empleos y de un retorno a la época dorada de la industria han sido el vehículo por medio del cual la derecha extrema interpreta la desesperación de la clase media en los países desarrollados y, en consecuencia, amplía considerablemente su base electoral. El triunfo de Trump en Ohio, Michigan, Wisconsin, Iowa y Pensilvania, y la gran mayoría por el brexit en la “Inglaterra Media” son buenos ejemplos de esto.
El ataque al libre comercio, el empleo y un retorno a la época dorada de la industria
han sido el vehículo de la derecha extrema
para interpretar la desesperación de la clase media en los países desarrollados
Un segundo aspecto, que se debe revisar para evitar marginalizar el liberalismo, es concentrarse exclusivamente en lo que el columnista y ensayista americano Mark Lilla define como “liberalismo de identidad”. La tesis de Lilla es que aunque desde la óptica de la pedagogía moral es importante constantemente celebrar nuestras diferencias, desde la política electoral es un elemento que distorsiona, aleja y polariza de manera innecesaria. Aun cuando la ampliación de derechos de minorías excluidas es un innegable avance del liberalismo, que es necesario proteger, preservar e incluso ampliar, la política y los políticos no pueden perder de vista los problemas centrales que nos aquejan y afectan a todos más allá de la raza, el género, la religión y la opción sexual. Si los liberales nos concentramos de manera “narcisista en los problemas y necesidades de nuestros grupos autodefinidos (algunos desde muy tempranas edades)” dice Lillas, nos desconectaremos inexorablemente de la realidad y de los problemas de todos los otros grupos. El efecto gueto tiene tristes resultados a nivel cultural, pero desastrosos resultados a nivel electoral. La búsqueda de soluciones compartidas a problemas comunes, bajo principios liberales de respeto, reconocimiento y coherencia, es mucho más beneficiosa, y más urgente, que concentrarse en resaltar y promover las diferencias.
Cuando lo público es botín de unos pocos, cuando nada es legítimo,
la gente, cansada o engañada,
estará dispuesta a elegir a quienes le digan las mentiras más reconfortantes
Finalmente, quienes valoramos la política y consideramos que sigue siendo una bella actividad que permite transformar la vida de la gente y lograr mejoras en la sociedad, tenemos las responsabilidad de cuidarla y protegerla de los mentirosos y de los negociantes y empresarios de lo público. Cuando lo público se convierte en el botín de unos pocos a costa de las oportunidades de los más humildes; cuando todo es mentira, cuando nada es legítimo, la gente, cansada o engañada, estará dispuesta a elegir o a dejarse mandar por quienes le digan las mentiras más reconfortantes o le prometan el beneficio personal más expedito. Denunciar el clientelismo como puerta de entrada a la corrupción y evidenciar el robo y desviación de los recursos públicos sigue siendo un imperativo y una defensa contra el populismo y el autoritarismo. La pérdida de confianza en las instituciones y en el ejercicio mismo de la política es la vía más directa para que en el futuro nos quejemos, no de perder elecciones, sino de la falta de las mismas.
Publicada originalmente el 27 de noviembre de 2016