Perder un animal-de-compañía: una reflexión filosófica

Perder un animal-de-compañía: una reflexión filosófica

El 22 de marzo de 2020, por un cáncer linfático, murió Keyra, una perrita criolla que acompañó a Sergio y su familia desde el 2009. Una consideración al respecto

Por: Sergio Chaparro A
marzo 23, 2021
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Perder un animal-de-compañía: una reflexión filosófica

Primera perra

El 5 enero de 2009 nacía en un terreno urbano colombiano una sujeta animal no humana: “Keyra”. Una de tantas, pero singular. Ella fue una perrita criolla de color amarillo marrón, una loba atlética, muy veloz y hembra, elogiada por vecinos y criada en un taller de un mecánico. Días posteriores sería adoptada por la familia Chaparro de nuestra prima Alejandra. En el 2014 la adoptamos ya grande, con la promesa de brindarle una mejor vida. Hicimos lo que pudimos.

El 22 de marzo de 2020, hace ya un año, en pleno inicio de la pandemia y los confinamientos, Keyra murió de manera prematura por un cáncer linfático. Fueron cinco años de convivencia fugaces. Sus cambios poco a poco empezaron a verse, en los meses previos: corría más lento, se cansaba más y jadeaba, comía menos, se aislaba, una mirada caída, tuvo una pérdida de movilidad de las patas de atrás. Demasiado pronto para irse, solo once años de vida tenía, para un promedio de 13-15 de tiempo de un perro según su raza, para otros expertos médicos, el tiempo de vida fue el “normal”. En efecto, se nos hizo poco pues cohabitamos con ella solo cinco años. Fue preciso aplicarle una eutanasia para evitar un dolor innecesario al que someten miles hoy en la católica Colombia, en muchos casos, a voluntad de familiares y médicos.

Para mi sorpresa, Keyra tuvo un seguro de exequias fúnebres con una oración de despedida de San Francisco de Asís sobre el buen cuidado a los animales, hoy común con la nueva hermenéutica bíblica de la teología animal de Andrew Linzey y Federico Battistutta. También las reflexiones sobre la “Casa Común” del Papa de la civilización occidental podrida, Francisco Bergoglio. El teólogo comunista utópico, Thomas Müntzer, aludido en la crítica del dinero en La cuestión judía de Marx, ya expresaba la protesta por la explotación de humanos y resto de criaturas vivientes.

Con Keyra fue la primera vez que tuvimos una “mascota”. Algo nuevo para nosotros. Como se sabe, en Colombia y no solo aquí, debido a la falta de vivienda digna, tiempo libre, entre otras variables, acoger a un miembro animal a la familia es una carga más que una dicha. Con todo, hicimos el intento y nos permitió fortalecer los lazos nuestros y sentir amor por una especie muda, pese a su diversidad etológica en comunicarse: ladrar, mover sus miembros, conductas empáticas y…su mirada mamífera, sus dos el estar ante el otro no-humano pero animal, igual a nosotros. Más que una experiencia tipo la filosofía deconstructiva de Jacques Derrida y el devenir-otro de Deleuze y el antropólogo Eduardo Viveiros, sería una experiencia etológica, estética y familiar, que viven millones de hogares pobres, medios y ricos que han tenido, al mes una vez, un animal de compañía. Fenomenología del compartir y de la pérdida. Tuvimos entonces que lidiar con Keyra en cuestiones como comer de la basura, desocupar el mercado, heces y orina, pero también con cariño, alegría de vivir y deporte.

En las sociedades humanas, algunas de las primeras experiencias de nuestra existencia nos suelen doler psíquica y físicamente: enamorarse por vez primera y separarse, fallecer un familiar humano y animal, caerse y golpearse, la primera resaca y embriaguez, etc. Ambos dolores son materiales. Lloramos al nacer, al venir al mundo. Otras veces, en cambio, las vivencias pueden o no causarnos placer: dar un beso, comer cierto plato, la pérdida de virginidad, etc.

La experiencia de vida y duelo con el primer animal de compañía es, en cierta medida, dolorosa; sin embargo, también es memorable y causa bienestar. Aunque pueda variar el decibel según el motivo del deceso: la ideal muerte “natural” por vejez tardía y longeva –hoy por hoy, un privilegio, que no gozan los trabajadores tampoco–, un accidente social (el lumpen que envenena animales y los mata, choque con un automóvil y demás), o simplemente, la muerte por una enfermedad (cáncer u otra). Ahora se comprende, por qué se hiere las susceptibilidad al hablar de un recién muerto (humano o animal).

En las personas es común que se suela experimentar el contra fáctico y lamento acerca de “debió de haber vivido más”, “si hubiéramos hecho…”. Algunas madres y abuelas creyentes, tienen la forma de afrontar las cosas del duelo de manera más fáciles tales como “el Señor lo llamó”, sino a su reino inexistente, al menos, a descansar. Por otro lado, los que adoptan una razón científica del mundo, se preguntan, a su vez, o preguntan a los especialistas, más bien, ¿cómo pude haberse generado el cáncer de X animal? –de Keyra y de otros, humanos y animales–: acaso un mal genético y congénito del entrecruzamiento; una mala alimentación de las croquetas de la peor carne de otros animales y caldos de corazones; un desgaste natural de órganos por su edad; etcétera. Los exámenes de ecografía y biopsia posterior, para saber de qué murió, mostraron los efectos, no las causas; en el fondo, si habría o no una carga moral de responsabilidad de los cuidadores o excepción de imputación como parte de la “normalidad” de lo que se supone es la vida animal y humana. Morimos millones porque nos enfermamos.

A veces, el no saber cómo funciona el mundo (micro, meso y macro) no nos permite estar bien, algo más allá de la manía del cientista y el filósofo; la salida fácil es ignorarlo y vivir la mundanidad. Ignorar la muerte, celebrar la vida, recordar los buenos momentos no más. Pasar la página. Hoy nos dimos la oportunidad con otra perra de nombre Dina, en honor al dinosaurio de Los Picapiedras y la sci-fi de Jurassic Park.

Clases sociales, animales y crisis actual

En las solitarias urbes capitalistas, con ocasión de la crisis, veíamos y vivíamos la cuota de deshumanización. En Italia, abuelos jubilados fenecían por COVID-19 en sus propios domicilios y dormitorios, apenas días después, sus vecinos se enteraban. Algunos ladridos, tal vez alertaban más rápido.

En Colombia, si bien ha aumentado la empatía por ciertos animales domésticos, caninos y felinos, a saber, su no maltrato, al ser estos los menos relacionados con la producción de comida (por eso, algunos experimentan un shock, al visitar China), la alienación humana en algunos segmentos de las clases medias –no todos, pues en otros es apenas un complemento– no cesa de reproducirse: “no procrear, adopta un animal”. El mito de salida frente al cuidado del ambiente y el ogro sobrepoblacional.

Prima entonces la racionalidad de limitar el consumo individual y no una planificación social sobre sujetos, recursos y tecnologías, en una sociedad post-capitalista que gestione mejor la demografía de las especies; más no un ardid de un argumento para justificar la pobreza y la no socialización con otros. Expresiones de la atomización de las relaciones significativas en el capitalismo, para contrarrestar los males psicológicas y la Doomer Music. El consuelo neoliberal del animal-de-compañía y los cambios intergeneracionales sobre las familias: pocos hijos, muchos hijos, ningún hijo, peligro de heredad, mascotas.

La moral pequeña y gran burguesa, como ya es normal, a veces tiende a empatizar más con el maltrato animal que con la pobreza humana. Doble rasero e intuición denunciada ya por Marx y Engels. Sin olvidar que la burguesía es la número dos en causar el sufrimiento en sus grandes industrias alimentarias, experimentales, entretentivas, de tráfico y expoliación de ecosistemas. El número uno es la propia constitución de la naturaleza, pero a diferencia de la agencia humana, no la juzgamos del mismo modo, pues, como siguiendo a Leibniz, Hegel y Engels, la libertad es saber la necesidad, las leyes que rigen el universo y nos religan: las del planeta, la sociedad humana, el cosmos y la mente. Aceptar el mal constitutivo, diría Manuel Sacristán. De cómo, en medio de ellas, podemos dominar sus fuerzas naturales con nuestra técnica y vivir bien, a la vez que tratamos de cohabitar y protegernos a nosotros mismos y a otros.

La moral obrera, heterogénea en sus capas sociales y fracciones, se ocupa de sí y desde ahí intenta entablar empatías con su alrededor, con sus hermanos de clase, primero, con su círculo familiar, luego, con otras instancias sociales, con otros oprimidos humanos y, cada vez, más creciente en las nuevas generaciones, con la fauna y la flora. Aun así, en todas las clases, unas más que otras, hay monstruos, maltratadores, psicópatas y sádicos. La moral del “Hombre Nuevo”, más allá de lo dicho por el pensamiento humanista del Che Guevara y el pensamiento transhumanista de Trotsky, podría llegar a ser una solidaridad con la vida de las especies, humana, animal y la biosfera planetaria. Un animal humano nuevo podría emerger, a menos que esta civilización no se transforme de raíz.

La desanimalización también expresa la crisis. Max Horkheimer alguna vez expreso que en círculo del averno del edificio civilizatorio y, en esta ocasión, la sociedad burguesa criolla, los animales ocupaban el lugar más bajo. La precariedad laboral y la miseria, el desahogo psicológico, también traen consecuencias negativas sobre los cuerpos animales. Horas enteras solos, pese al idilio de sobreexplotación llamado trabajo virtual, en casa. La privatización absurda de hospitales veterinarios, pequeños nichos comerciales en los barrios, es otro efecto de la Ley 100 y las EPS. Los miles de sacrificios sanitarios de animales callejeros y el deambular de no pocos lumpenes proletarios y animales indigentes en búsqueda de algo tan básico como es el alimento matutino y diario. La limpieza social y masacre sistemática de líderes sociales en zonas remantes del conflicto. Las tiendas de mascotas con perros y gatos en vitrinas, atendidas por precarios comerciantes y trabajadores, varios quebrados, en Chapinero y Restrepo, aunque una reciente ley haya prohibido el tráfico de especies silvestres y darles opciones laborales, en medio de este desempleo galopante. Los residuos de los mataderos y la deforestación, afueras de las megalópolis. La corrida de toros bendecida por la honorable Corte Constitucional.

Afuera de aquí, en un mundo compartido, hay montañas apiladas de pangolines, murciélagos y el sacrificio preventivo de una cantidad abismal de visones por mutación vírica y peligros para la industria peletera, que han obligado un perdón público forzado al gobierno de Mette Frederiksen en Dinamarca, una crisis que planteó su renuncia. El déficit de vacunación de familias obreras y populares en el país más grande de América Latina, se da contrapelo de la masividad de vacuna de las mercancías bovinas en el Brasil de Bolsonaro. Mientras tanto, las sondas espaciales de Arabia Saudita, China y Estados Unidas generan la percepción triunfalista sobre el devenir tecnológico del capital.

Sociedad de mutua compañía

Por cuestiones de crisis y pérdida de Keyra, meses siguientes, la opción fue leer por vez primera El hombre que amaba los perros del novelista cubano Leonardo Padura. Toda una novela política existencial. Es interesante ver la filia biográfica que se establece entre los galgos rusos, los conejos y gallinas, los cactus, con la vida del dirigente político revolucionario, León Trotsky; lo mismo su contraparte, Ramón Mercader, el matarife contrarrevolucionario staliniano que lo asesinó con un fuerte golpe de piolet en la cabeza.

Ambos humanos fueron amantes de caninos, lo cual es un buen contraejemplo al sentido común que nos dice que “quien es cruel con los animales, no puede ser una buena persona”. El trato benigno a un animal, no determina, per se, un trato correspondiente a los congéneres humanos. Con todo, no sé si sea real o una sutil inventiva caribeña de la pluma de Padura, la madre de Mercader tira del revolver contra el primer perrito callejero de Ramón. Evento traumático. En plena Guerra Civil Española de 1936, la sangre fría no impidió el ulterior triunfo del fascismo franquista, celebrado aquí por la caverna laureanista y conservadora, predecesora del germen uribista.

La perrita Keyra no tuvo mordaza. Corrió cuanto pudo, ladró por doquier, quiso a sus congéneres y fue un tanto feliz. Una libertad de movimiento y de expresión peculiar de su especie. Instinto animal comunicativo. A un año de distancia, estas líneas memorables festivas, tampoco quisieran guardar silencio y censura sobre la experiencia común de tener, por vez primera, un canino-felino y perderlo para siempre, de manera prematura. El lector, es probable que también lo haya sentido y tenga hoy un relato de vida que contarnos y recordar.

La memoria resiliente nos permite avanzar en nuestro camino y aportar a la empresa liberadora de transición del capitalismo deshumano y desanimal engendrado por la burguesía. A construir la mejor (o menos peor) sociedad de mutua compañía posible, la comun(ista) interespecies –i.e. una transtopía–. Incluimos también en esta transformación revolucionaria de las relaciones sociedad-naturaleza en el siglo XXI, a nuestros países latinos bicentenarios, que llevan la insignia republicana andina del cóndor libre, sobreviviente a su extinción.

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