Un amigo es parte de nuestro yo atomizado. De esa condición está hecha la amistad, de encuentros y conversaciones, de diálogos y festejos comunes que se nos quedan en el adentro como un mapa que nos ayuda en la andadura por el mundo. En la patria del rencor es como tener el oro del silencio. Creo que la amistad es una religión, la nuestra, querido Óscar, y que es pagana y de un solo dogma: la lealtad y el festejo de ella, que no es convertible en falsos ademanes sociales. Más que un hecho transitorio, es una fruta que no es de temporada.
Voy a hablar, muy a mi pesar, desde la intermitente memoria. En ese “yo es otro” atomizado en el que son buenos inquilinos los viejos amigos comunes, están bien resguardados muchos buenos momentos compartidos. Te recuerdo estos: el primero está ligeramente nublado por el humo. Entras en grupo con algunos amigos a “El Agujero”, ese lugar donde se oía jazz y blues y otras músicas negras en la carrera séptima de finales de los años sesentas. En la mesa compartida resuena tu palabra, vital y risueña, cargada de un constante humor, “negro”, naturalmente. Luego vendría un momento en que en la tienda de don Lao, en el Medellín setentero, los que nos iniciábamos en el pedregoso camino de las letras, leímos tu formidable cuento cuya banda sonora es la música antillana, “Jueves, viernes, sábado y este sagrado respeto”, un relato que tanto gozaba nuestro viejo amigo anarco Roberto Ruiz Rojas.
Pero más que una arqueología de tu camino en la escritura, querido Óscar, quiero devolverte momentos en que nos ayudaste a tus nacientes lectores y posteriores amigos, a ampliar los motivos del festejo. No se si recordarás cuando anduviste en una lista política con miras a ya no sé qué instancia, con los hermanos Campaz, con Víctor -y talvez con su hermano Teófilo-, figura del fútbol de Buenaventura llegado a Bogotá a hacer goles de antología como ya los hacías en tus cuentos y polémicas. Juro que quise votar por ustedes, más atraído quizá por tu cofrade delantero que anclaría en el equipo de Medellín del año 78. Creo que no lo hice, mea culpa, pero de haberlo hecho a lo mejor sólo hubiera ayudado, cosa improbable por tu vocación literaria, a robarte el tiempo de la escritura y a meterte en un ámbito que ya todos conocemos como vacuo: el cepo de la impotencia en el que caen hasta las mejores intenciones a la hora de legislar.
Me viene a la memoria, a propósito del futbol tan amado por tu amado Camus, un verso de Dylan Thomas: “la pelota que lancé en la infancia aún no ha tocado suelo”, con lo que quiero decir que en el serio e irredento juego de la literatura, tu balón sigue sin tocar el terreno de las certezas: más bien sigues fomentando el territorio amoroso y nada dogmático de las dudas. A veces lo ejerces en la cátedra, en un columnismo brillante y crítico, en el recetario improvisado de inspiración culinaria, en ese “no saber sabiendo” gastronómico para las viandas y las letras que nos enseñó San Juan de la Cruz para trascender toda ciencia.
Quiero decirte, mi querido amigo de fiesta e interlocución desde las “Tejas corridas”, los “Goces paganos” y los rumorosos “Mozambiques” donde ejercía de sumo sacerdote chocoano Senén Mosquera, que acá estamos tus amigotes y que, a varias manos, te enviamos un abrazo de pulpo. Te saludamos siempre, sea un jueves como hoy, un viernes o un sábado, con “este sagrado respeto”.