Vivíamos en la misma manzana en el barrio San Fernando. Era 1969 y el Apolo 11 viajaba hacia la luna. Las puertas de las casas permanecían abiertas durante el día y los niños jugábamos en la calle hasta la noche. Reñíamos, estrenábamos la dignidad, las destrezas, las torpezas. Álvaro miraba y reía. Los ojos inquietos, luminosos corozos de aceite oscuro, destinados al placer. La sonrisa predecía el vicio de gozar. Se hizo nuestro amigo. Me contó, como si fuera un secreto de Estado, que su padre trabajaba en la Base Aérea. Pregunté si era piloto de guerra, me explicó que no: “es el que los arregla: es mecánico de aviones”. Nunca supe si aquello era verdad, o una manera de presumir con que su padre pertenecía al mundo de los que iban a la conquista de la luna.
Una vez preguntó si nuestro papá era comunista. En el barrio circulaba el rumor de que en la casa de los Zuleta había reuniones raras y muchos libros. Le correspondí la confianza: en tono de secreto de Estado le dije al oído: creo que sí. Más tarde preguntó: ¿y qué son los comunistas? Yo respondí: “los que comen con las visitas”. “¿Ustedes son ricos o pobres?” “No sé, pero a mi papá le gustan las visitas y se preocupa por todo”. Entonces nació una amistad que de entrada superó nuestras diferencias de origen político y nos dispuso a gozar la vida sin prejuicios, sin preguntarnos nada.
Nuestra primera competencia ocurrió en una bicicleta comunitaria, la única de la cuadra. A Álvaro se le ocurrieron las carreras contra el reloj. Salíamos de la casa de los Ferro, bajábamos a toda velocidad por la calle hasta el Parque del Triángulo, le dábamos la vuelta y rematábamos en subida hasta la línea de tiza que señalaba la meta en el punto de partida. Como yo era el menor siempre me ganaban, salvo una vez que mis rivales se cayeron al tomar la curva del parque y gané. El cronómetro era del papá de Álvaro, un Omega, “la marca del reloj que llevan los astronautas a la luna” dijo con solemnidad científica.
Luego nos fuimos del barrio y no lo volví a ver.
Una noche, por los años ochenta, en el bar Convergencia alguien me abordó. No sabía quién me hablaba. Dio pistas: recordó el barrio, las carreras en bicicleta; reparé en sus ojos, en su risa intacta y grité: “Álvaro”. Ahora yo era más alto, él más ducho en la noche. Le pregunté sobre su vida, sobre lo que hacía, después de pensar unos segundos dijo: “Adivino el presente” y se dobló de risa; lo ingenioso de su ocurrencia le dejó desconcertado como si no alcanzara a comprender la frase en toda su dimensión e intuyera que era algo genial.
Así, de cuando en cuando, años de por medio, nos encontramos; siempre casualmente, hasta que un día, luego de la muerte de su padre, me buscó en la Biblioteca Departamental; quería escribir. Entonces nos reunimos, comenzó a contar sobre el origen guajiro de su padre, don León Antipas Barros de la casta wayuu de los Urianas, y de su madre: Inés Vigna Albarello una inmigrante italiana, lo hacía con respeto, casi con devoción. Me enseñó las esclavas que fabricaba para los pilotos. Luego contó que había investigado sobre el destino del autor de El Principito y me regaló un impreso con el que iba a comenzar a escribir la historia de las esclavas de los pilotos. El impreso dice:
Tras escribir “El Principito”, en plena segunda guerra mundial, Saint-Exupéry se unió voluntariamente a la fuerza aérea francesa para volar con los aliados.
En 1944 desapareció durante una misión de reconocimiento, y durante más de 50 años su supuesta muerte fue uno de los misterios del mundo literario. En septiembre de 1998, un pescador francés halló un brazalete de plata con su nombre grabado.
Para Saint-Exupéry lo vivido en el desierto fue real. La visión de una figura que aparece en un momento de gran dificultad no es algo nuevo, se denomina “fenómeno del tercer hombre”. Otros lo llamarán alucinación, ángel de la guarda o locura transitoria, Antoine de Saint-Exupéry lo llamó: “El Principito”. Al final del libro se concluye:
“Si algún día, viajando por África, cruzan el desierto, no se apresuren, deténganse un poco. Si un niño llega hasta ustedes, si ríe, y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. Sean amables con él. Comuníquenme rápidamente que ha regresado”.
Se inscribió en el taller de escritura. Trajo un cuaderno de los que usan los niños en el colegio, al hojearlo noté la caligrafía infantil, pensé que era un cuaderno de su época escolar, pero no, era lo que estaba escribiendo sobre su familia, sentía vergüenza y orgullo, se movía con nerviosismo; al mirarme su rostro era todo interrogación. Quería saber si había valor en aquellas páginas, “son mis viejos, son mi vida”, dijo. Le pedí que me dejara llevar el cuaderno para mirarlo con calma. “No puedo, estoy escribiendo en él”.
Unas semanas después volvió al taller, me llamó aparte con cierto misterio como cuando éramos niños y hablábamos de nuestros secretos de Estado. Me contó que tenía cáncer. Lo dijo con serenidad, como si hablara de una alergia. Prometió seguir escribiendo pero no volvió.
Hace un año pasé por el barrio San Fernando, por la casa de toda la vida; lo vi en el antejardín arreglando unas canales del agua de lluvia. Me bajé a saludarlo. Estaba flaco aunque lleno de energía. Sin dejar de hacer el oficio que lo ocupaba gritó: “prueba superada”. Contó que estaba estudiando unos libretos para hacer un papel en una película, “Voy a ser actor. Tengo experiencia, la vida es una escuela de actuación, sin libretos…antes de ser actor he sobreactuado muchas veces, ahora toca sin el sobre.” “¿Cómo va la salud?” pregunté. “Esa quimio es muy dura. La peor droga es la que te cura. La mejor la que te enferma”. Y estalló su risa, la misma de la infancia, la misma que vi por primera vez en nuestra calle cuando éramos niños.
Su patria era el placer: gozar en gracia de gratuidad. Recuerdo frases suyas: “una patria nueva tengo, se llama Patricia”. “Los años nos deforman, viejo man”, y una que dijo lleno de júbilo: “ya casi termina la película”.
Entonces llegó la noticia; el 15 de agosto de 2018 Álvaro fue a llevar un documento al Palacio de Justicia de Cali para que le reconocieran su derecho a una tomografía que le había negado su EPS. Ya de regreso, tomó el ascensor en el sexto piso, no se sabe cómo ocurrió, pero se vino como un avión en picada con todos los pasajeros a tierra. Murió esa tarde.
En medio del desconcierto, en la dificultad del absurdo, en los días caliginosos de este desierto, he vuelto a la calle de San Fernando. Y allí, entre la serenidad de los andenes, bajo las sombras de los árboles de nuestra infancia, ha regresado la visión de su figura, es el fenómeno del tercer hombre. Otros lo llamarán alucinación, ángel de la guarda, es Álvaro.
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