Pepe Fúnez
Opinión

Pepe Fúnez

Un primero de mayo de 1993, en Las Piedras, Toluviejo Sucre, no murió Pepe Fúnez, asesinaron a toda una comunidad de campesinos ilusionados con la tranquilidad esquiva en los Montes de María

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septiembre 02, 2016
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Fue una mañana difícil. Nos despertaron con ese inusual timbre del teléfono fijo de principios de los años 90 del siglo pasado. Mejor precisemos, un primero de mayo de 1993. Bien temprano. Cuando la pereza de un sábado invitaba a quedarse entre el contubernio de las sabanas precarias.

No estábamos acostumbrados a la muerte de esa manera.

Mucho menos a esas noticias que nos tocaban en los pliegues de la esencia de humanidad que apenas estábamos creando pulso a pulso.

—¡Mataron a Pepe! —se escuchó del otro lado de la fría línea del teléfono con una voz angustiada y lastimera.

Lo que siguió después hizo parte del frenesí de la angustia, el dolor, la impotencia, la rabia y el dolor por aceptar algo que no teníamos en mente y tampoco lo veíamos como un acontecimiento inminente. Sentirse indefenso y maldito por haberse metido el destino fatal con algo de nosotros, de nuestra propia sangre y carne; el mejor de los hijos o por lo menos, el que se había atrevido a volarse la cerca del conformismo.

Han pasado más de 23 años. Media vida que pudimos haber compartido, disfrutado, gozado y padecido, pero con vida, con esa vida que se nos escapó de las manos todas y fue a parar al olvido de la desmemoria, las cifras y el incierto mundo de las investigaciones exhaustivas.

Como familia toda. Como familia herida. Como familia que nunca pudo llenar ese vacío de la ausencia paterna. El trago amargo de la impotencia. El dolor irremediable. La risa que ya nunca más volvería a repetirse. El anecdotario que corría igual que el agua del Pechelín. Las orientaciones y consejos que venían de alguien mayor y respetable. Los liderazgos rurales que forjaron a la esencia de las cosas a las cuales había que ponerles nombres.

 

 

Mi deber de columnista y víctima,
por primera vez me hacen recurrir a estas confesiones
cercadas por la dignidad de la famila

 

Mi deber de columnista y víctima, por primera vez me hacen recurrir a estas confesiones cercadas por la dignidad de la famila, el respeto a la memoria y la fidelidad a la palabra escuchada y acatada como un ritual para los buenos tiempos que se soñaron desde las utopías juveniles.

Cuando las balas asesinas se llevaron a Pepe Fúnez, no sólo dieron al traste con los sueños de Paulo, de Yina, de Angélica y de mi tía Turita. No. Por ese río macabro, sin explicación alguna, también se fueron los anhelos de una comunidad, las expectativas de los amigos por querer tenerlo mucho tiempo entre la quimera del pasado oprobioso y el futuro incierto; los referentes mezquinos o los sinceros de los que lo rodeaban. Todo lo que le cabía en el corazón y la risa de Pepe Fúnez y que ya de por si era un continente por descubrir.

Mis lágrimas contenidas a lo largo del tiempo. Distraídas con las cosas que poco valen la pena. Rumiando el perdón sin olvido para quienes nos lo arrebataron sin permiso y excusa alguna. Nos quedamos todos en la familia con ese agridulce de la ausencia de la verdad sobre los hechos.

Nadie hasta ahora ha confesado que mató u ordenó matar a Pepe Fúnez. Un primero de mayo del año de 1993, en Las Piedras, Toluviejo Sucre. Atragantados estamos todos por saber las razones, los rumores y medias verdades que condujeron a determinar tamaño crimen. Digamos que en ese tiempo, no murió Pepe Fúnez, asesinaron a toda una comunidad de campesinos ilusionados con la tranquilidad esquiva; a los cientos de hogares que en los Montes de María intentaban reconciliarse con ellos mismos, sin necesidad de fuerzas extrañas y a una familia grande y unida a la que le minaron sus raíces para verlos desperdigar por las comarcas vecinas, angustiados como mi tío Kike o desencantados de la vida como mi abuela Geyo. O negados a la felicidad como nos pasó a todos los de la familia por haber perdido la tranquilidad de las horas y noches de una ruralidad asfixiante.

Las balas asesinas se llevaron al que junto con mi Papá concentraban casi toda la virilidad de la familia. Desde ese momento, sentimos que parte de nuestra hombría caribe y campesina se había desmembrado con un latigazo fulminante.

En esta corta vida que padezco, tuve dos referentes tempranos que me marcaron inexorablemente: mi madre Cándida y mi tío Pepe: la madre por su condición biológica y pedagógica que me arrastró a lo que soy en la vida de enseñanza y docencia practicada; Pepe, por despertar la curiosidad en la lectura comprometida, el libro subversivo y detonante y la complicidad de los años que nos distanciaban en medio de los calendarios pero que trazaban puentes de comprensión en las formas en las que abordábamos el conocimiento y la realidad.

Jamás había confesado que la muerte me golpeara tan duro y tan próximo como para maldecir a los instantes en que apareció para arrebatarnos la alegría y la esperanza.

Coda: sea esta la oportunidad para que los autores del asesinato de Pepe Fúnez confiesen su crimen y nos den a la familia el parte de explicaciones irracionales que el perdón sopesará con el polvo del tiempo y grabará en piedra en la memoria de todos nosotros la verdad.

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