Retomo el hilo sobre la hidalga, entrañable, admirada y culta ¡Pensilvania! (Caldas); feraz patria chica con más de siglo y medio de efervescente existencia. Una superficie de 530 km², rebautizada por la entremetida, pomposa y biográfica novela Un pueblo de niebla, del lúcido y laureado poeta Alonso Aristizábal Escobar. Coetáneo con un reconocido, sobresaliente bagaje intelectual, juzgado como uno de los bardos colombianos más notables.
Novela cuya temática se refiere al amado terruño y que hace parte del copioso, delicado, extraordinario, fino catálogo literario de su cosecha. Abnegado, consagrado, esmerado, excelso, insomne, escritor, amante de la literatura. Minucioso, monolítico cuentista, crítico literario, ensayista, novelista de postín; docente en Bogotá de las universidades: Los Andes, La Salle, la Central, la Nacional en la que dirigió la Maestría de Escrituras Creativas, orientada a encauzar, forjar, pulir creativos, estilistas.
Esférico coterráneo de renombre, que hizo parte de la compacta, fecunda, profusa dinastía Aristizábal, a la que —entre otros— pertenecen: el encumbrado, aclamado, Gerardo Aristizábal Aristizábal y el acreditado, prestigioso jurista, Carlos Alberto Arias Aristizábal (mi pariente).
Alonso, en 21 días, cumple un lustro del lastimero y sensible fallecimiento, razón de esta exégesis recordatoria. Nacido en Pensilvania, en 1945, truncándole la vida un fulminante infarto el postrero domingo de 2017, que fue —a su vez— el último día del año, en el que, por extraña, rara coincidencia, estaba leyendo la novela El último domingo, de su parigual Juan Ángel Palacio (colombiano).
Egresado de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, se ocupó en vida como comentarista bibliográfico de las revistas: Avianca, Sam y Diners; de la página virtual del Instituto Cervantes de Madrid. Sus ensayos y relatos literarios alimentaron las revistas: Ideas y Valores de la Universidad Nacional de Medellín y Huella de la Universidad del Atlántico.
De las internacionales: Caravelle de la Universidad de Toulouse (Francia) y Zona de Puerto Rico; de los suplementos literarios de: El Tiempo (Bogotá), El Colombiano y El Mundo (Medellín), La Patria (Manizales), El Pueblo (Cali), Vanguardia Liberal (Bucaramanga), Diario del Caribe y El Heraldo (Barranquilla).
Recojo parte del catálogo de su destacada, profusa obra: Sueño para empezar a vivir (1973); Un pueblo de niebla (1976); Escritos en los muros (1984), con una segunda reimpresión, edición aumentada, Oveja Negra, Biblioteca de Literatura Colombiana (1986); Una y muchas guerras (1985); Vida y obra de Pedro Gómez Valderrama (1992); Y si a usted en el sueño le dieran una rosa (1997); y Pensilvania, el sueño entre los árboles (1997).
Ver: Pensilvania, tierra de promisión (I)
La casa del canario de la esquina, traducido al alemán por Erich Hackl, cuento publicado en la antología de Peter Schulze—Kraft (2001). Mito y trascendencia en Maqroll el gaviero (2002). Poemas caminos por la tierra (2008). Pensilvania, publicada con ocasión del sesquicentenario, financiada por Internalseg —Compañía de Seguros de propiedad del inolvidable, Luis Fernando Hoyos Aristizábal—.
Acuñó y practicó el coloquial "pensilvanismo", entendido como el intercambio de anécdotas, conocimientos, historias e impresiones sobre la apacible naturaleza, orografía, tradición y vida de ¡Pensilvania!, población que no necesita de adjetivos para ponderar, valorar su belleza, riqueza, tampoco para describir, perfilar a su gentil, estoica, fogosa, impetuosa gente.
Distinguió su legado, un incesante, recurrente interés por lo local, por la solariega cuna, distintivos de su bien lograda, elevada, culta, poética, prolija creación; aspectos enfatizados, resaltados por reputados comentaristas y críticos literarios de peso, de cuyo criterio me fío.
Qué no han dicho —honrosamente— de la novela Una y muchas guerras, tenida y estimada como su principal obra, igual como una de las novelas más sobresalientes del siglo XX, cuya urdimbre y notoriedad mediática la teje la abrumadora, alucinante, brutal, confrontacional, escabrosa, hilarante, impiadosa, infernal, melancólica, salvaje, exponencial violencia política, según análisis y conclusión de la asertiva, connotada, docta elite que relaciono enseguida, relevándome de probar el introito precedente.
Germán Arciniegas publicó en el periódico El Tiempo, como en la revista Correo de Los Andes, esta ilustrativa acotación que soporta lo anteriormente afirmado: “Se cierra el libro y el lector que no ha podido saltarse una página ni abandonar por un momento la lectura, queda colocado ante ese abismo de la violencia humana que no tiene patria y quema poblaciones, ciudades, naciones, lo mismo en Europa que en Asia o América”.
“El libro no tiene partido, disparan lo mismo los rojos que los godos, los hermanos se matan cada uno con una bandera opuesta a la del otro… a la sombra de una familia que viene por siglos nutriéndose de la misma santa iglesia, de la misma pasión banderiza que enfrenta a los mortales pensando cada uno que es dueño de la verdad única… Gaitán es la suma de esta hoguera. Pero la novela no es solo eso. La novela son el miedo, el fanatismo, el revólver debajo de la almohada, la pobreza en una casa que sigue llenándose del perfume de la aguapanela o el chocolate”.
“Las mismas sombras en un pueblo donde cuentan lo mismo los cuerpos de los vivos que los de los muertos convertidos en una mancha de hollín que se mueve en las calles… Lo de Alonso Aristizábal es ya un libro grande para el caso de Colombia. En todas partes pasa lo mismo. Lo de este libro es de ayer, pero es de hoy. ¿Habrá de ser lo mismo mañana?”.
Pedro Gómez Valderrama apostilló: “No se trata solamente de una obra literaria sino de un documento de especial valor sobre la vida de una importante región del país. Sus personajes vivos y sabiamente delineados se quedan impresos en el espíritu con un dramatismo concentrado, con la misma fuerza que les da la tierra”.
Germán Santamaría: “Existen en su texto niveles de mayor simbolismo, como el peso y la fuerza existencial de la naturaleza, y una gama de violencias que van desde las mismas masacres, hasta el desgarramiento interior de uno de los hijos, Virgilio, para narrar la historia que está viviendo. Se podría afirmar que Alonso Aristizábal escribió su novela como desgarrándose él mismo, como una reflexión muy profunda, muy íntima.”
El caldense, Eduardo García Aguilar (1953), no se ahorró ningún adjetivo al observar: “Alonso Aristizábal nos acaba de sorprender con una de las novelas más sólidas y hermosas de la era postmacondiana: Una y muchas guerras… Es una novela histórica… La obra relata un tramo crucial de la historia colombiana… Solo el fruto de un largo trabajo silencioso, de una dedicada y encendida pasión por la lectura de novelas y por el estudio de la literatura de todos los tiempos, pudieron llevar a este autor a escribir la que —sin lugar a duda— es una de las novelas más importantes del siglo en Colombia”.
Igualmente, Roberto Vélez Correa (1952-2005), comentó: “La nostalgia de la provincia, los anhelos de superación de sus habitantes y el miedo irracional que los acosa, hacen que la atmósfera respirada en la novela sea de fantasmas cuyos lamentos se escuchan en los zaguanes y en los patios para confundirse con los gritos reales de los agredidos en las calles y plazas públicas por cuchillos y revólveres asesinos”.
Su segunda novela, Y si a usted en el sueño le dieran una rosa, recibió equivalente, favorable juicio de la crítica, que me abstengo de reproducir en razón a que me haría interminable; reseñas de personajes de gran talla, valía, como: Jaime Mejía Duque, Gustavo Álvarez Gardeazabal, Elkin Restrepo, Ignacio Ramírez, Roberto Burgos, Isaías Peña Gutiérrez, coincidentes en que Alonso: “Tal como aconteció con García Márquez y su mundo regional literario, fue tan ajeno a la modernidad de quienes en su compañía hicieron la novela de los setenta y ochenta…”.
A los erizados, inquietos que en forma exasperante, irritante, mortificante inquieren el ¿por qué dicha obra no ha tenido una mayor difusión?”, el mismo Alonso, al reseñar la novela La hora esperada, del simétrico, Juan Ángel Palacio, dejó entrever su explicación, al puntualizar, equipararse —entrelíneas—: “como uno de esos tantos colombianos luchadores que han logrado lo mejor con su vida […] nacido —como él— en un pueblo perdido de Antioquia, que se llama Santa Rita, en un rincón de Ituango”.
“Llama la atención —prosigue— este escritor por su trabajo callado, paciente y sin alardes como creo que debe ser el oficio literario, apenas consciente de lo que se propone…”. Expresó en otro momento: “…Desde Flaubert siempre se ha dicho que hay que escribir sobre lo que se conoce, y más de aquellos hechos que nos pesan como parte de nuestra propia vida”.
Desde este púlpito, susurro al oído, insinúo respetuosamente al alcalde y al presidente del Concejo Municipal de Pensilvania, señores: Jorge Orlando García y Luis Alberto Franco, respectivamente, llenar el vacío de sus antecesores, que pasaron por alto, no se preocuparon —que recuerde— por exaltar, inmortalizar en bronce, mármol o piedra, el nombre y efigie del aventajado hijo, Alonso Aristizábal Escobar, ni visibilizado ante las nuevas generaciones, mediante la reedición, difusión de su obra, como merecida, obligante muestra de gratitud del patronímico: ¡pensilvaneño!, que aportó y al que solícito concurrió —como ninguno— con su ejemplo, a cimentar, dar cobijo, guarecer.
Evocado edén al que tanto quiso, como a su gente y a la tradición, integralidad que fue su musa, fuente nutricia —in extenso—, relevante, de su fructífera inspiración; paraíso al que dedicó lo mejor de su fértil narrativa.
Con motivo del eterno, regenerativo retornar a nuestra dilecta ¡Pensilvania! del alma, coincidente —esta vez— repito, con el memorioso, luctuoso quinto aniversario de la muerte de Alonso, ofrezco —para terminar— a nombre de los pensilvaneños todos, desde esta ventana de opinión, un obsequioso, devoto, rendido, simbólico, anticipado homenaje de admiración, gratitud a su engrandecida, magistral obra y vida, ideales y valores, a su auténtica, enaltecida, glorificada, ilustrada, magnánima historia —sin caducidad—, a su memoria, a su liderazgo —implícito— espiritual, humanístico y social.
"Gloria y loor, honra sin par para el inmortal compatriota referido, grande entre los grandes". Continúa.