La vorágine (1924) y Tierra de promisión (1921), novelas del opita José Eustasio Rivera (1888-1928), son consideradas clásicos de la literatura colombiana y latinoamericana. Además, su autor, fallecido —prematuramente— a los cuarenta años, es estimado como uno de nuestros grandes poetas.
Al respecto, la locución "tierra de promisión" es definida por la RAE —en sentido figurado— así: 1. “Tierra que, según la Biblia, Dios prometió al pueblo de Israel”. 2. “Tierra fértil y abundante”. Concurrencias que sin discusión encuentro —sin exagerar— afines, como sello autoral, inconfundible —qué duda cabe— de la amada y bella ¡Pensilvania!
Almibarado título —empalagoso, meloso se quiere— que sintetiza y me ayuda a garrapatear la presente elogiosa, franca, mimosa crónica, inspirada por el insuperable, excepcional terruño, voceado sentimiento que el imaginario colectivo pregona y que describe —espléndida, perfectamente— nuestra sacratísima, precursora, secular patria chica —en comento—, los atributos que engalanan a sus pulidos, raizales hijos. Epígrafe que gustoso rescato, asumo, valido, amplifico.
Incomparable cantera de superación, ejemplificada por una pléyade de eruditos, icónicos, perennes intelectuales. Menciono —para muestra— a Milcíades Cortés, a los Hermanos (lasallistas): Gonzalo Carlos y Estanislao Luís (Lumaro Franco), autor del himno; magistrados como el integérrimo, inolvidable, Bernardo Ospina, la legión de reputados, creativos, carismáticos empresarios: la familia Escobar Aristizábal, nuestro condiscípulo: Héctor Mejía —entre ellos; comerciantes como el compañero Hugo Aristizábal —Mi Ranchito— y tantos otros talentosos, elogiosos personajes que me haría interminable nombrarlos a todos.
¡Pensilvania!, espacio donde descubrimos, vimos la luz por vez primera, dimos los primeros pasos, empollamos las primeras letras que nos desasnaron, de las manos de las prodigiosas, sacrificadas: Rosalvina Ramírez y Bernardo Gutiérrez. Itinerario, cronología, que marcaron nuestro esforzado, vivaz, intrascendente periplo vital.
Alabada, mágica, tierra de ensueño, a la que habitual, regularmente regresamos todos —cual rito—, pletóricos de alegría, de emoción, los apegados, agradecidos descendientes —propios y adoptivos— y los (asiduos) visitantes. Sensación sentida —siempre— en cada diciembre, especialmente por este casi vencido, humilde, trajinado escriba —de lágrima fácil—, cada vez que, como remate de año, el acostumbrado, obligado retorno, con el ruego al Altísimo que no sea el último.
Conmovedor regreso que incita, predispone a pergeñar esta nostálgica, emotiva, excitante, caprichosa, deshilvanada, elemental, modesta narración biográfica, que rememora añosas, delirantes, dulces, palpitantes reminiscencias, grabadas —casi a fuego— en mi mente.
Placentero, amable volver que invita a retrotraer, revivr el enjambre de afables, complacientes, delicadas, gratas, gustosas, indulgentes, inofensivas, tiernas, quijotescas anécdotas, repletas de hechos —amargos a veces— y circunstancias inesperadas; de adorables personajes de postín; de impensados, avasallantes avatares, como los infaltables, ocultos, enajenados, reprimidos, supersticiosos, amores —imposibles—, apegos, devaneos que pudieron haber sido y no fueron. Soñar no cuesta nada.
Impactantes, remotas, variadas recordaciones que apena, duele reconocer que nada le dicen a las nuevas, atascadas, desaprensivas generaciones que, atadas a la pantalla de los celulares, solo atinan a recordar los memes, el chiste de ayer, atragantadas por el azaroso, depresivo, fugaz, irónico, pueril, saturado, tragicómico, tumefacto presente —sin pasado y tal vez sin futuro—, que tan rápido cambia como el mundo que lo enmarca, sin asomarse —siquiera— a la dura realidad presente y a sus miserias.
Diciembre —regado entonces de alcohol—, mes —cargado esta vez de torrenciales lluvias, de trágicas inundaciones— de los aguinaldos, de los reencuentros familiares, de la reconciliación, del perdón. Festividad iniciada con la novena del Niño Dios, el cántico de villancicos, los archiconocidos, infantiles juegos del beso robado, la pajita en boca, el hablar y no contestar, los cuales nos regresan a la abrillantada, ardorosa, balsámica, briosa, floreciente, melancólica, reverdecida, traslúcida alma de niño, al acogedor, tibio nido.
Y cómo dejar de mencionar la natilla, los buñuelos, el dulce de brevas, de papayuela, el gustoso ‘marrano’ chamuscado con helecho, el chicharrón de siete escalas, la morcilla, la asadura, el chorizo con arepa; las empanadas, los tamales, el sancocho con espinazo de ‘choncho’, la mazamorra con panela picada. Manjares que el solo pensarlos, en saborearlos imaginariamente, la boca se nos vuelve agua.
Remembranzas esculpidas en piedra, que cincelaron nuestra forma de ser, el futuro, gravadas —repito— en forma indeleble en la memoria y que, a manera de catarsis y de desahogo, evocamos, a efecto de aliviar el mustio dolor de ausencia acumulado durante nuestro infatigable, inagotable, incesante, incansable, incurable andareguear por el mundo, patentizado en este coloreado, emotivo, breve, liviano introito. Inabarcable, impensable, patético, sensacional, significativo, trepidante rastreo que abriga un poco más de tres cuartos de siglo de nuestro continuado, perseverante trasegar.
Envejecidas, indestructibles, polifónicas historias que —como alma en pena— reclaman desentrañarlas, exhumarlas, liberarlas, repasarlas antes que el polvo del olvido las cubra o el temido Alzhéimer nos inoportune, borrándolas definitivamente. Epigramas vividos en compañía de compinches de infancia, de andanzas; de incondicionales, longevos, veteranos pares —de los que quedan aún muy pocos— con los que compartimos, competimos por apoteósicos, pródigos, desbocados, linajudos amores y caducados desamores causantes de desaires, despechos, devastadores, escalofriantes celos, ojerizas, sinsabores, tusas que perduran todavía.
Prehistóricas, henchidas, pesarosas, testimoniales, veraces añoranzas, colmadas de arrugas —constancia de haber vivido, de haber sufrido— y que rememoro como homenaje al famoso, fructífero, imponente, manso oasis —casi celestial— llamado ¡Pensilvania! Remanso de paz, fundado como municipio el 3 de febrero 1866, declarado la semana pasada Patrimonio cultural inmaterial del departamento, gracias a la invaluable gestión de Luis Alberto Franco, presidente actual del Concejo Municipal.
Título adicionado al de Perla del Oriente Caldense, con la que ¡Pensilvania! es nacionalmente reconocida, por su impactante, majestuosa belleza natural, por la fértil, rica campiña, el follaje de incontables matices de verdes, la flora y fauna; por sus abundantes, cristalinas aguas, caudalosos ríos; picantes soles. Acuarela de luz, fábrica de atardeceres —al decir de Manizales, por el inmortal bardo, Pablo Neruda—; tierra de armoniosas, elegantes, finas, incandescentes, sublimes, guapetonas quinceañeras en flor; pimpollos de embeleso, de fantasía.
Falange de amorosas, briosas, diligentes, elegantes, encantadoras, excelsas, laboriosas, magnánimas, proverbiales, sensuales, telúricas, virtuosas matronas —de piel canela, ojos y pelo castaños—; arquetipos de nobleza, fidelidad; eximias, prolíficas progenitoras que poblaron la solariega comarca, cuyos genuinos, imperiosos, sobresalientes genes, explican la formidable, soberbia calidad humana, el don de gentes, fortalezas que se predican del pensilvaneño.
Dondequiera que vayan, dondequiera que se encuentren "rompen esquemas; herencia (innegable) de sus hidalgos, corajudos, titánicos, macanudos, patriarcales ancestros, de pata al suelo y callosas manos que descuajaron las agrestes montañas donde se plantó la municipalidad.
Bondades, integridades, virtuosidades encarnadas —sin excepción— por sus clonados, inteligentes, plausibles, dignos herederos de la estirpe, a los que rindo —reverente— tributo de admiración auténtica, a nombre de las 68avas hornadas de bachilleres —que suman 3624— egresados de ese glorioso templo del saber, el Colegio Nacional del Oriente de Caldas. Ofrenda que estremecido hago en cabeza del antológico, portentoso guardián de la heredad, de la tradición, el muy destacado, emblemático Gerardo Aristizábal Aristizábal.
Él, a modo de Don Quijote, es un brillante, memorable valor humano —sin par—, exponente de la raza, la poliédrica y democrática cara amable del coterráneo de bien; pionero de las causas nobles, cofundador de la acreditada, prestigiosa Universidad el Bosque; alma y nervio, acción y esencia de la ¡Fundación Piamonte! Con legítimo orgullo afirmo que, Gerardo, es el consagrado, inigualable apóstol que aglutina y convoca —como ninguno— el colectivo social pensilvense, reconocido —además— como el generoso, vibrante mecenas del bienestar de sus compatriotas, motor que mueve, sacude el inconmensurable, ilimitado civismo del paisanaje, el desvelado impulsor de sus múltiples, heterogéneas quimeras educativas, sociopolíticas de beneficencia, igualdad, equidad.