Pensilvania somos todos (III)

Pensilvania somos todos (III)

"Rejuvenecida tierra de promisión, donde cada regresar es un renacer, un goce espiritual y una imaginaria, inenarrable e irrefutable orgía de los sentidos"

Por: Mario Arias Gómez
diciembre 20, 2022
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Pensilvania somos todos (III)

Conmovido, henchido de emoción, de rebosante alegría, remozados entusiasmo, fervor por el devoto, patético regreso al idílico lar paterno, a la apacible, perenne tierra amada —¡Pensilvania!—, harto de arrugas, con un liviano equipaje colmado de nostalgias, de dulces, infantiles, inseparables recuerdos que impacientes atropellan la memoria en busca de salir a pasear con nosotros, de un relevante espacio en estas desarticuladas, desordenadas, desunidas, enardecidas, evocatorias notas recordatorias, que reviven añoranzas, cuitas, pesadumbres, épicos, pasados tiempos.  

Atestados de apasionados, ardorosos, delirantes, entrañables, eróticos, febriles, hipnóticos, irresistibles, mimosos, platónicos, tiernos, turbulentos amores, apegos, querencias de juventud; de idolatrados rostros de novias en agraz; de incondicionales compinches, responsables de las indelebles, inmortales, profundas huellas presentes en lo más recóndito del corazón. 

Remembranzas consubstanciales con nuestro mágico, solariego terruño que luego de desenterradas en cada retorno, resucitan —como por encanto— reclamando ser recapituladas, reconstruidas, rememoradas, repasadas en sus escenarios naturales, originales. 

Gratísima, indescriptible repatriación que anímicamente nos predispone a escudriñar, hurgar, refrescar, rehacer ese imborrable, indómito, marchito anteayer, unido a los heroicos ancestros que amansaron, colonizaron, domesticaron, sometieron, vencieron la silvestre naturaleza lugareña. Deleitable, espléndida, fascinante, grata, irrepetible experiencia que en cada viaje nos produce una milagrosa sensación de alivio, optimismo que recarga y renueva nuestro espíritu. 

Territorio primitivamente poblado por los ariscos indios Pantágoras, descendientes de los Caribes, desalojados inicialmente, entre 1540 a 1550, por Baltasar Maldonado, enviado de Gonzalo Jiménez de Quezada y por Álvaro de Mendoza, delegado del Mariscal Jorge Robledo; avanzada sustituida —en 1860— 300 años después, por un grupo trashumantes de arrieros, comerciantes encabezados por Isidro Mejía y Manuel Antonio Jaramillo, oriundos de Antioquia la Grande, que andaregueaban por los extensos baldíos tras un camino más corto entre la señorial Salamina (Caldas) y el vital puerto de Honda (Tolima). 

Pioneros que, urgidos de un punto intermedio de descanso, rehabilitación, restitución de fuerzas, de pastaje para boyadas y muladas, el logístico apronte de pertrechos, aprovisionamiento, se decidieron por la explanada donde hoy anida ¡Pensilvania!, donde levantaron las primeras chozas de paja, mismo sitio donde se encuentra la plaza, paulatinamente habitada por amigos, aventureros, conocidos, culebreros, por la servidumbre. 

Migrantes que, a punta de hacha, descuajaron las montañas, se atrincheraron y defendieron de las arremetidas de la desplazada ‘indiamenta, cultivaron las feraces tierras, plantaron las semillas de pancoger. Patriarcal utopía materializada y bautizada: ¡Pensilvania!, como se conoce. 

Don Isidro Mejía formalizó ante Pedro Justo Berrío —presidente del Estado Soberano de Antioquia—, la solicitud de creación legal del Corregimiento, que la concretó el decreto del 3 de febrero de 1866, marco legal que fijó los linderos y nombró inspector al precitado gestor. 

Sucinto historial del origen de ¡Pensilvania!, que pasó a ser municipio el 18 de diciembre de 1872, reconocido —más adelante— como La Perla del Oriente de Caldas —repito—, por su resplandeciente belleza natural, el ‘don de gentes’ que llevan en sus genes los raizales, de sus atractivas, bellas, delicadas, exquisitas, hermosas mujeres; en síntesis, la inigualable calidad humana de su gente. 

Ver: Pensilvania, tierra de promisión (I)

Misterioso caleidoscopio humano, aunado a la mítica gesta, cuya tradición pervive, tutelada años atrás, por los inimitables, insomnes: Juan B Escobar, Darío Ramírez, José Salazar, Rodrigo Ramírez (Gaspar), Libardo Hoyos, Fortunato Zuluaga, Ismael Ramírez, Alfonso Salazar, (fallecidos), por Carlos Ramírez Cardona, Gerardo Aristizábal y tantos otros, insospechados guardianes de la heredad, fortalecida —qué duda cabe—, por su ejemplo de vida, la cívica conducta, fuente inagotable de inspiración de contemporáneos y de las generaciones de relevo. 

Desprendidos, filantrópicos, generosos, inigualables, prevalecientes coterráneos que, con gran pericia, contribuyeron —como ninguno— a afianzar, enarbolar, poner en alto, la bandera ¡pensilvense!, a sufragar el buen suceso de la causa ídem, a honrar el apelativo ¡pensilvaneño!, que orgullosamente llevamos cosido a nuestro ser y es utilizado como carta de presentación —cada vez más fortalecida— ante el mundo, honrada por sus superados e insuperables hijos. 

Resalto —entre ellos— a Luis Alfonso Hoyos y a Oscar Iván Zuluaga, como dirigentes, como alcalde, quienes, gracias a su comprometida, impoluta, luminosa gestión, llevaron a la soleada ¡Pensilvania!, a ser distinguida como Municipio Modelo de Colombia. 

Cometido duplicado por posteriores administraciones que por razones de espacio no destaco, no sin dejar de mencionar al actual, diligente burgomaestre, Jorge Orlando García que, junto al presidente el Concejo Municipal, Luis Alberto Franco, agencian hoy el desarrollo, a cuya propuesta, el señor gobernador, Luis Carlos Velásquez, avaló, impulsóla solicitud, para que las "actividades artísticas y culturales", conexas a la Feria Exposición Equina, se agregaran por ordenanza, al título que ostenta, el de Patrimonio Cultural Inmaterial del Municipio (Acuerdo 28180516 de mayo de 2016), el de Patrimonio cultural de Caldas, hecho recientemente consumado. 

Lamentablemente el festejo decembrino lo aguó el crudo, generalizado, largo invierno, que ha provocado el cambio de estado de ánimo de los colombianos. A pesar de ello, este sencillo, eclipsado aplasta—teclas, agradece las múltiples, incontables, inmerecidas, lisonjeras felicitaciones, beneplácitos —que agigantan el ego— por la para mí halagüeña, plácida tarea de la reconstrucción histórica del sosegado, memorioso pasado de nuestro vergel de paz —inalterable hábitat a veces accidentado—. 

A los anteriormente exaltados, sumo al decisivo, incomparable cura párroco: DAniel María López, nacido el 17 de enero de 1865, en la vereda El Pantanillo de La Ceja (Antioquia), fundador del corregimiento de San Diego (Samaná), donde murió hace 70 años (1952), a la edad de 87 años; sus restos mortales reposan en el templo parroquial de la localidad; fundador (también) al parecer de Florencia, Norcasia y Berlín, del mismo municipio samaneño, sacerdote considerado el Apóstol del Oriente de Caldas, cuyos devotos fieles promueven el proceso de la canonización. 

Se debe al padre López, el arriboa ¡Pensilvania!, en 1905, de las Hermanas dominicas de la Presentación y de los Hermanos de la comunidad de San Juan Bautista de la Salle, comunidades que se volcaron sobre nuestra tierra, con lo mejor de su cultura y de su fe, para dirigir y tutelar la Normal de Señoritas y el Colegio San Rafael, rebautizado en 1924: Colegio San José, transformado por la ley 122 de 1948, en el Colegio Nacional del Oriente de Caldas, que graduó la primera, icónica promoción de bachilleres en 1954, desde entonces, ininterrumpidamente lo hicieron hasta su retiro en 1975. Desinteresada, ilimitada, inagotable, invaluable, sacrificada obra misional —sin parangón en la historia del aristocrático terruño— que dignificó, promovió a sus incontables discípulos. 

Posta que, sin solución de continuidad, llevan adelante nuevos, desvelados apóstoles de la educación, representados por la actual rectora, la ilustre paisana, Mery Rocío Gonzáles Santa, que este año (1922) entregó a la sociedad, la 68ava promoción de bachilleres, para un gran total de 3624 graduandos. Hito que marca un antes y un después en la dilatada historia de nuestro admirado pueblo —sin par—. Cantera de iluminados profesionales —de postín—, en los milenarios saberes del mundo, que han dado, dan y darán lustre a nuestra glorificada ‘patria chica’. 

No podrá decirse que en ¡Pensilvania! todo tiempo pasado fue mejor, tomado en cuenta a los muchos que llevan al cenit la enseña del bienestar del paisanaje, valores humanos que no relaciono desde este insignificante púlpito, por temor a dejar a alguien por fuera. 

Ver: Pensilvania, un pueblo de niebla (II)

Vanguardia de pintores, poetas, escritores, de florida imaginación, cuya fértil, original, pudorosa, tersa prosa, se deleita, disfruta con fruición, y que se encuentra consignada en barrocas, gloriosas páginas de la vasta obra de la pléyade de autores. Indescriptible, inimaginable fiesta de los sentidos que nos retrotrae traslada en el tiempo a la lejana, esquiva niñez, al linajudo nido, del que al instante se enamoran, forasteros, peregrinos, visitantes. 

Fue el caso del escritor y estadista, Marco Fidel Suárez —nace en Bello—Antioquia el 23 de abril de 1855; fallece, el 3 de abril de 1927 en Bogotá—, expresidente que dejó constancia de su honroso paso por la para él culta ¡Pensilvania!, según el libro que en forma de diálogo publicó bajo el epígrafe de Los sueños de Luciano Pulgar, tenido como un clásico de la literatura colombiana, sueños’(173) publicados en el suplemento literario del diario El Nuevo Tiempo de Bogotá, entre el 10 de marzo de 1923 y el 9 de marzo de 1927 El primero circuló el 11 de marzo de 1923, y el último, El sueño del Padre Nilo, fue escrito semanas antes de su muerte. 

Analistas sociales admiradores de los pensilvaneños, coinciden en que están dotados —la mayoría— de “un sexto sentido que con altura de miras les permite apreciar el mundo”; lucidez que les viene “por generación espontánea —concluyen— de sus antepasados”, lo que les ha permitido —arguyen— “resistir las embestidas de la violencia política”, contrarios a los amnésicos, cegatones, sectarios, que la interpretan bajo las luces cortas de la ideología (ídem). Recalcan que, mientras los primeros miran poéticamente la luna, los cortos de vista —quizás—, miran el dedo que la señala.

Este agradecido escribidor lasallista —aburrido seguramente—, de la promoción de 1961, rememora, emocionado, en este autobiográfico, coloquial recuento —con olor a naftalina—, su estadía en el Colegio que lo desasnó y dispensó herramientas de vida; inolvidables momentos que, al repasarlos, nos dejan sin aliento, y que a semejanza del libro Confieso que he vivido del imperecedero estupendo Pablo Neruda nos apremia a seguir huyéndole a la pelona. 

Constancia de vida y de la otra —la soñada—, arraigadas en la memoria que, con un halo de sana confianza, nos incita —en nuestra ya ajada, impaciente, provecta existencia crepuscular— a desandar los ebrios, íntimos, llameantes caminos de antaño —color rosa—, recorridos bajo la azulada, infinita bóveda del cielo, las claras, cómplices, estrelladas noches, alumbradas por románticas lunas—llenas. Con lenguaje llano, raso, recojo dichas inmanentes, rutilantes vivencias, no sin anticipar, puntualizar, que no se puede recordar lo que nunca se ha vivido. 

"La historia —huelga decir— es maestra de la vida", decían los antiguos. Encantadores, emocionantes sucesos de los que afloraron espontáneos, armoniosos, coloridos, irrefrenables sentimientos de fino lirismo; realismo mágico desatado, impulsado por la cosmopolita ¡Pensilvania!, de donde partimos cargados de anhelos de triunfo, ensueños, ilusiones.

Deseos adobados con los delicados, memorizados sabores de la cocina de la abuela, la fragancia de la campiña, de las estancias paneleras, el perfumado ambiente saturado por los multicolores jardines, el azahar de los mandarinos y naranjos, bañados por las cristalinas, cantarinas, frescas aguas, alegrados por el trino de los pájaros, el susurro de los ríos, adornados por las ariscas, castas, esculturales, escurridizas, lindas, pizpiretas, refinadas jovencitas en flor. 

Rejuvenecida tierra de promisión, donde cada regresar es un renacer, un goce espiritual y una imaginaria, inenarrable e irrefutable orgía de los sentidos; un baile de mariposas multicolores que, implícitamente, nos retornan a la cálida, diáfana, dichosa infancia, seguida de la altiva, fogosa, impetuosa juventud —flor de un día—. Escenografía que enmarcó, influenció nuestro fugaz, impredecible destino, que como llegó, clamoroso, sollozante se fue exclamando: C'est fini. Continúa.

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