Si algún atributo humano merece todo elogio y estímulo es el pensamiento. Esa permanente interrogación por la razón de las cosas, su significado, sus consecuencias y su conveniencia, ha permitido a la humanidad avanzar en el largo camino desde el reino animal a la cibernética. La mente y la sociedad se han desarrollado gracias a las preguntas.
Que surgen y deben surgir en todo momento en medio de nuestra dinámica. Mujeres y hombres probamos respuestas todo el tiempo, en una especie de método de ensayo y error. Lo hacemos siempre en conjunto, como grupo social, incluso como humanidad entera. En una especie de escalinata, elaboramos nuestras ideas basados en las que nos anteceden.
Ninguna verdad es absoluta, lo que hoy es completamente cierto mañana puede ser falso, y viceversa. Así enseña la dialéctica desde los tiempos de Heráclito. Todo, absolutamente todo, cambia, muta, se transforma. Debemos estar atentos a ello, para que nuestras ideas se correspondan con la realidad y no queden anquilosadas en un pasado muerto.
Por encima de tal certeza, una de las primeras que enseñan en los cursos de filosofía marxista, no deja de sorprender la estática que parece regir el pensamiento del mundo de los que se llaman revolucionarios. Este último, que debiera entrañar siempre lo nuevo, suele presentarse como un riguroso marco de creencias, que no pueden ser puestas en duda so riesgo del peor castigo.
Recuerdo una consigna que escuchaba en mis tiempos de universidad, una frase que constituía verdad indiscutible y que solían repetir con énfasis los más radicales. Un pueblo oprimido y explotado no vota, se organiza, se arma y lucha. En ella se resumía el papel que correspondía a todo aquel que aspirara a cambiar la sociedad, a trocar el capitalismo por el socialismo.
El único camino para la revolución eran las armas. Todo lo demás era conciliación. Aún se escucha hoy en otros términos. Con esta oligarquía no se puede sino con la fuerza, el único lenguaje que ella entiende es el de la violencia. Ninguna otra cosa sirve, todo lo demás es perdido. Cualquiera que piense algo distinto es un socialdemócrata, un burgués disfrazado, un farsante.
Poco importa que un Lenin mucho más maduro hubiera escrito en 1920, estando ya al frente del poder soviético, su famoso ensayo La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, en el que la emprendió contra las posiciones por entonces en boga en otros países europeos, defendiendo abiertamente la actividad sindical, las elecciones y la participación en el parlamento.
Pero sobre todo, poco importa que ese tipo de consignas se eleven de modo repetido en un minúsculo círculo, que pese a su propaganda ruidosa jamás ha conseguido que el conjunto de la población, de los pobres, de la clase explotada, las haga suyas y los siga. Merece considerarse con toda seriedad el que pese a la estridencia de los gritos no se obtenga el apoyo esperado.
Y merece considerarse todavía más el hecho de que tras haberse alzado en armas, luchar, sacrificar miles de vidas y generar complejas situaciones en el país, durante más de medio siglo, la insurrección popular que se soñó y preparó con tanta dedicación, y que debía converger con la ofensiva guerrillera final, nunca se produjo ni estuvo cerca de producirse.
Nadie en Colombia puede atribuirse una entrega más larga y comprobada, con decenas de miles de combates, con tantos muertos, desaparecidos, prisioneros, torturados y persecución, como la que vivimos las Farc-EP. Incluso a riesgo de nuestro buen nombre y prestigio, difamados y aborrecidos desde los más diversos flancos. No lo conseguimos, no se pudo, ni la revolución ni el poder.
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Grupos reducidos siguen señalándonos con el dedo índice y llamándonos arrepentidos y traidores. Como si el mundo entero y el país no hubieran cambiado nunca
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Validar tras tan dura experiencia, que ese no podía seguir siendo el camino, hacer un alto, reflexionar y cambiar el rumbo, no puede ser condenado. Nadie tiene autoridad suficiente para hacerlo. Pese a ello, grupos reducidos siguen señalándonos con el dedo índice y llamándonos arrepentidos y traidores. Como si el mundo entero y el país no hubieran cambiado nunca.
Como si estuviera prohibido pensar y escribir. Así, la única actitud válida sigue siendo el dogma, las vías legales están agotadas, solo queda la lucha armada. La más elemental de las lógicas, acompañada además por la voluntad mayoritaria de una nación como la colombiana, indica más bien lo contrario. La agotada aquí es la vía armada, hay que emprender vías distintas.
Lo comprueba la práctica, el criterio de la verdad, según Lenin. Todo cambia. Quizás algún día las cosas den para pensar de un modo radicalmente distinto, no sería de escandalizarse entonces. Pero en los tiempos que corren la bandera más justa es la de la Paz y la lucha por implementar los Acuerdos de La Habana. No comprenderlo puede conducirnos al fracaso a todos.
La paz, obviamente, debe ser completa. Los que faltan simplemente están en angustiosa mora.