Nada más dramático que una feria del libro en un país donde la gente lee, a lo máximo, dos libros por año. La crisis de las editoriales es total y apostarle a cualquier publicación es una prueba de fe. El drama es que todos creen que tienen algo bueno que contar. En ese orden de ideas hasta el general Zapateiro cree que es digno de que su vida sea publicada. Sin embargo no todo es tan horroroso. La Feria trae cosas buenas y no todo es Chapoyorkers mirándose el ombligo en conversatorios que sólo les interesa a ellos. Acá está un vistazo por las novedades más interesantes de la feria
Después del terremoto de México del 2017 Fernando Vallejo se quedó sin motivos para seguir en su apartamento en la colonia Condesa. Su esposo, David Anton, último mito del cine mexicano, íntimo amigo de Dolores del Rio, María Félix y toda la santa lista, perdió su arte mas preciado. Murió al poco tiempo. Vallejo regresó a su barrio, Laureles, y escribió desde allí tres novelas. En los últimos meses se ha venido especulando sobre la salud del autor de El desbarrancadero, afirmaban que se encontraba con la enfermedad del olvido, la que descubrió el neurólogo bávaro Louis Alzheimer después de estudiar el paciente de su paciente Auguste Deter, episodio que recrea con maestría Vallejo en La conjura contra Porky, la novela de un hombre cuya única condena es estar demasiado cuerdo como para vivir en Colombia. Con su rapidez cáustica Vallejo no sólo se va lanza en ristre contra los Porkys, nombre con el que denomina a los últimos presidentes del país, Porky Gaviria, Porky Samper, Porky Pastrana, Porky Uribe, Porky Santos y Porky Porky, destruyéndolos por incultos, por tecnócratas y, según sus palabras, por corruptos.
Si, muchos dirán que Vallejo es más de lo mismo, que hace dos décadas, cuando prometió callarse, lo debió haber hecho, y justo cuando piensas darle la razón a los que lo odian vuelve a aparecer este escritor descomunal, capaz de convertir a Albert Einstein en una matrona paisa a quien él acusa de hijo de mil putas y le invalida de un plumazo su Teoría de la Relatividad a la que él califica de “marihuanada”.
No es el Vallejo de La puta de Babilonia ni mucho menos de Los días azules, pero sigue siendo el provocador maldito, nuestro Celine, que ha encontrado la manera de seguir existiendo en este mundo, a sus 80 años, enfocándose en criticar la vacuidad de Alexa, la máquina homofóbica que le cuestiona su amor por los monaguillos y Brusca, su fiel mascota, y en bajar del pedestal a “ese viejo pedorro” que es el Papa Francisco.
Sus fieles, que se cuentan por legión, deben estar muy felices. Que Alfagura insista en Vallejo habla de su buena salud. Hace poco leí en uno de esos pasquines que el maestro tanto detesta, que había salido, iracundo, a atacar con un cuchillo a una mujer que osó pisarle el antejardín de su casa en Laureles. Y no, como si fuera un Rolling Stone sigue vital y con la energía suficiente para gritar a los cuatro vientos su desazón suprema. Vallejo y sus cachetadas a la corrección política –Dios, las cosas que dice de Greta Thumberg, de las mujeres embarazadas, de la niñez colombiana- llevarán a sus detractores a meterlo en la hoguera virtual de Twitter, se organizarán cancelaciones masivas en Twitter y hasta los animalistas saldrán a quemar su retrato. Y él estará riéndose, con sus fantasmas en la vieja casa, arrasada por la muerte, la vieja amiga que, mientras se lleva a todo lo que él ama, insiste en ignorarlo.
Encontramos maestros sumidos en el demonio verde de la absenta, hombres con forúnculos en la cara que parecen lagartos, unas siamesas defenestradas por sus padres por haber nacido en el pecado de compartir un solo cuerpo y que son capaces de pagar cualquier fortuna con tal de ser separadas. Insuflado de Conrad, Arriaga pone a sus personajes a hacer un viaje por Egipto, buscando la momia de un faraón que fue siamés, los lleva a Etiopia, en donde le cambian al jefe de una tribu una cabra de dos cabezas por tres botellas de absenta, un libro que nos pone de frente ante la hediondez de una autopsia, una narración difícil y a la vez atrapante.
Un maldito importante, es lo que ha hecho Arriaga con Extrañas. Con la pereza del lector colombiano va a ser difícil que terminen sus 500 páginas antes de que el mexicano llegue a presentar su obra maestra en la próxima feria del libro. Por eso va a ser tan penoso escuchar las putas entrevistas que le hagan al autor de Amores Perros, de 21 gramos, sobre su pasado cuando, a los 60 años, está viviendo la efervescencia divina de una juventud tardía y también eterna. Qué envidia con todos aquellos que tengan en frente al Búfalo de la noche. Ojalá lo sepan aprovechar aunque lo dudo mucho.
Hace poco me encontré con ese señor que es Andrés Mompotes. Siempre tan atildado, tan modesto, tan zen. Lo felicité porque estaban poniendo agenda desde las columnas de El Tiempo con el reencauche de Germán Vargas Lleras. Comparado con su rival, El Espectador, el diario de Sarmiento Angulo es una locomotora que se lleva por delante a todos sus contendientes. Sin embargo, no estoy muy seguro que haya columnas –ni mucho menos artículos periodísticos – bellamente escritos. Todo eso se fue cuando decidieron echar a Margarita Rosa.
El señor Sarmiento Angulo perdió una oportunidad deliciosa de mostrarse ecuánime y no como un Logan Roy cualquiera, interesado únicamente en doblegar a sus trabajadores, en tener en su equipo a abnegados lambones. En las columnas es donde reside el alma de un medio de comunicación, su carácter libertario. Y el diario con mayor prestigio del país decidió echar a la más genial de sus escritoras solo porque cuestionó al dueño del medio, el banquero más poderoso del país. Y uno no tiene que ser un resentido necesariamente para afirmar que en un país con un nivel de pobreza del 39,2 % según Cepal, el banquero es el enemigo.
La editorial Lumen decidió publicar el libro Margarita va sola, que en salsa choque significa que ella va confiada, sin máscara, caminando con la seguridad de sus hermosos cincuenta y siete años, ligera de equipaje, sin nada que perder, y eso que ella lo ha ganado todo. Compilaciones de columnas hay muchas y la mayoría de ellas son tan malas como las que acostumbran a sacar, como si de salchichas se trataran, los Daniel Samper, padre e hijo, pero la editora y la propia Margarita se esforzaron para darle una unidad a este libro que más que un compilado es una confesión en clave de memorias de una mujer a la que no le da miedo nada, ni siquiera enfrentarse con el banquero más poderoso del país.
Entonces, de niña, a comienzos de los setenta, la dejaban sola en la Casa de Española, la imponente casa que sus papás construyeron al sur de Cali, con dos nanas del Chocó que tenían la mala costumbre de odiar a todo lo que representara el poder blanco. Ser blanco en Cali es un privilegio. Sin adjetivos innecesarios, desplegando una prosa fresca, clara, que es una invitación al paisaje, la escritora se desliza por su vida sin que necesariamente se ate a la aburrida cronología de una autobiografía cualquiera. No es esclava de nada, ni siquiera de los sofocantes grilletes que nos ponemos los columnistas para ser leídos, para no perder vigencia.
¡Qué columnista dejó ir El Tiempo! Es una lástima que Margarita, acosada por los misóginos, odiadores de siempre, a los que les molesta que una mujer pueda tener una voz, se haya alejado de Twitter. Este no es el libro de una estrella sino de una escritora con la honestidad brutal como para desnudarse y mostrarnos su esperanza rota, sus amores frustrados con mujeres que no la quisieron, su obsesión por los gatos, el peso y la Nutella. Este es un libro que no necesita de la imagen de Margarita Rosa para justificarse. Es un libro que va solo.
¡Qué columnista dejaste ir Luis Carlos Sarmiento Angulo!
A finales de la primera década de este siglo no existía un colombiano más retardatario que el entonces procurador Alejandro Ordoñez. Las imágenes que rescataron de él en su juventud quemando libros lo metían en el mismo saco de los nazis cuando en 1933 decidieron hacer una gran hoguera con las obras más importantes de autores judíos. La historia es una serpiente que se muerde la cola. En este eterno retorno a veces los que repiten los hechos son los personajes menos esperados. En el fragor de la pasada campaña presidencial, una vez nos esteramos que William Ospina no solo apoyaba a Rodolfo Hernández sino que aceptaría ser su ministro de Educación, el país petrista en redes saltó furibundo. De dinosaurio con smoking no lo bajaban. Como sucede con Mario Vargas Llosa todas sus virtudes literarias quedaban devoradas por sus posiciones políticas. La izquierda ha sabido montar una dictadura en las artes y si no miren porque a Borges le negaron el Premio Nobel solo porque a él eso de apoyar lo que hacían los Castro en Cuba le parecía un poco antiestético.
Desde su torre de marfil a William Ospina le importa literalmente un carajo lo que puedan pensar de él los piojosos de twitter. Él está con sus fantasmas, con Holderlin y Byron, en la invención de poemas, en la creación de unas novelas que son fruto de la inspiración y también del trabajo. Porque, a un talento literario único, Ospina le suma el arduo trabajo del obrero. Así quedó plasmado en su última novela, Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, en donde resucita a Alexander Von Humboldt, el hombre que descubrió la riqueza natural de América, el que insufló de nacionalismo a Simón Bolívar para recordarle que, a todas las afrentas que le hicieron los españoles a esta tierra, el de no reconocer su riqueza puede ser tan atroz como el de haber devastado culturas como la azteca o la inca.
En el libro uno va siguiendo la conmoción espiritual que significó para el científico alemán descubrir el Amazonas, subir el Cotopaxi, deslumbrarse con México y leer, a través de sus ojos, el asombro y el respeto con el que Hernán Cortés describe a Tenochtitlan, una ciudad más grande y sofisticada de lo que eran en el siglo XVI las grandes urbes europeas como Sevilla o Londres, de una gastronomía inigualable y en donde existían ya grandes centros en donde se comerciaban desde pájaros, jaguares y hasta miel de abeja. Y sin embargo los españoles no pudieron evitar ser coherentes con su espíritu y ordenaron bajar sus ídolos y ordenaron quemar sus ciudades, quedarse con el oro y degollar a Moctezuma. El capítulo en donde Humboldt le ve los ojos a la diosa Coatlicue es de antología: en esa vista el alemán puede entender cómo los aztecas se habían acercado mucho más a la imagen de la divinidad que la tibia representación de un hombre crucificado a la que se redujo a Dios en Occidente.
Para el libro William Ospina buceó los nueve tomos que escribió Humboldt de su viaje, titulados Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, leyó La invención de la naturales de Andrea Wulf, Humboldt y el cosmos de Douglas Botting, Alejandro de Humboldt en Colombia de Enrique Pérez Arbeláez y muchos más. Un trabajo inspirado y necesario. Entre la reforma a la educación que propone Petro ojalá se incluyera la obligatoriedad de este libro en los pensum de los colegios, quitar tanta Fuenteovejuna, Celestinas y demás fósiles y poner novelas como este que nos acerca más a nuestra esencia latinoamericana, rebusca uno de los orgullos más grandes que tenemos de haber nacido en esta tierra, su riqueza natural. Pero no, Petro tiene memoria y rencor y me imagino que Ospina estará entre sus autores tachados.
Porque faltará muy poco para que los petristas, cada vez más cerca de Twitter y más lejos de las bibliotecas, decidan hacer una gran hoguera con la obra de Ospina y de todos los autores que no quieran aceptar que Petro está resultando siendo un fiasco más entre la larga lista de personajes que quisieron ser algo y no pudieron ser nada.