Enrique Peñalosa, por quien no voté, fue el ganador de las elecciones para la Alcaldía Mayor de Bogotá, período 2016-2019. Aunque no estoy de acuerdo con diversos aspectos de forma y contenido de su administración, Peñalosa debe continuar con su gestión en los 33 meses que restan, equivalentes al 70 % del tiempo con que aún cuenta. Es una de las reglas básicas de la democracia: la aceptación de los resultados electorales, quien sea que haya vencido. Excepto que, pasado un tiempo razonable, no cumpla con su programa. Las razones para mi desacuerdo con la revocatoria de Peñalosa son simples:
En primer lugar, alrededor de la revocatoria se está hablando y movilizando a la opinión desde el primer semestre de gobierno del alcalde y a la fecha lleva menos de la tercera parte del tiempo en ejercicio. Tiempo insuficiente para establecer si el alcalde cumplió o no con el programa con el que se inscribió. Se hace un uso inadecuado del ejercicio del llamado voto programático, un mecanismo clave de participación de la ciudadanía, que impone por mandato al elegido el programa con el cual se inscribió. Una razón, la ingenua, para impulsar la revocatoria, es la cultura de las soluciones milagrosas, la de creer que los grandes problemas se pueden resolver en el corto plazo. Los líos formidables de Bogotá, una ciudad de ocho millones de habitantes, se enfrentan, por supuesto, con buena administración, pero también con perseverancia y paciencia.
Segundo, con menos ingenuidad, la revocatoria no puede convertirse en el apetitoso plato de quienes hayan perdido las elecciones o de aquellos que quieran “sacarse un clavo” y busquen algún tipo de desquite político frente a un gobernante de ideas diferentes. En otro plano, diferente al del voto programático, hemos visto, también, abusos políticos de autoridades de control dispuestas, por ideología u otras razones, a sacar de la escena a gobernantes; pienso en Alonso Salazar y en Gustavo Petro. Aunque tampoco voté por él, considero que la pretensión del procurador de entonces de sancionar a Petro y sacarlo a empellones de la Alcaldía tenía un componente político intolerable, de enormes costos para la ciudad.
Tercero, y este es un aspecto relacionado con la confianza, por grandes que sean los desacuerdos, por opuestas que sean las visiones alrededor de temas cruciales, ambientales, de movilidad, de telecomunicaciones, por antipáticas que sean, para muchos, las formas de relacionamiento del alcalde Peñalosa con la ciudadanía, considero que quienes están hoy a cargo de la administración de Bogotá son, en general, funcionarios idóneos, respetuosos del uso de los recursos públicos. Hasta hace algunos años se aceptaba que la sucesión Mockus, Peñalosa, Mockus, Garzón correspondía a eslabones complementarios e interdependientes: cultura ciudadana, espacio público, inclusión social. Hacía carrera el dicho de “construir sobre lo construido”. Peñalosa hizo su parte de manera destacada.
¿Alguien sabe cuánto cuesta la revocatoria? ¿Quién la paga, si no es la ciudadanía?
¿Ya están dispuestos los equipos que “ahora sí” van a gobernar bien y en forma expedita
una vez sea revocado el alcalde? ¿Sus planes?
Finalmente, los damnificados con el mal uso del mecanismo del voto programático, bien como herramienta del desquite o por la expectativa fallida de resolver en pocos meses líos fabricados en décadas, son los habitantes de la ciudad. Discontinuidades e interinidades asociadas a la revocatoria, basadas en la bronca política, afectan negativamente a Bogotá. ¿Alguien sabe cuánto cuesta la revocatoria? ¿Quién la paga, si no es la ciudadanía? ¿Ya están dispuestos los equipos que “ahora sí” van a gobernar bien y en forma expedita, una vez sea revocado el alcalde? ¿Sus planes?
Un reto de convivencia en Colombia, de fondo, es el de romper el círculo vicioso de la polarización. Como en los trancones de tráfico, provocados muchos de ellos por el afán de cada conductor de disputar y conquistar unos centímetros de avance para, finalmente, terminar todos enredados como en un bulto de anzuelos, paralizados, así perdemos, a diario, la oportunidad de mirar adelante, de pensarnos como sociedad de ciudadanos respetuosos, solidarios, democráticos, productivos, asertivos.
Es obvio que Peñalosa tiene que poner de su parte, comenzando por cambiar la forma en que suele aludir a su antecesor y sus seguidores, que no puede ser otra que la del respeto. Que tiene que renovarse y escuchar todas las voces, particularmente las de los jóvenes: ciudadanos que hoy tengan 30 años de edad o menos tenían, a lo sumo, 12 años cuando gobernó por primera vez y no tienen cómo sentirse orgullosos de sus ejecutorias de entonces. Y, desde luego, rendir cuentas de su programa a una ciudadanía frustrada y fatigada, que requiere de líderes convocantes y eficientes que transmitan la visión de una ciudad mejor para todos con el esfuerzo perseverante de todos.