Major
Al leer la hoja de vida de Enrique Peñalosa, llamó hace algún tiempo mi atención admirada su denominación doble de economista e historiador de la Universidad de Duke.
Todo indica que tiene derecho a utilizar el adjetivo profesional de economista pero no el de historiador porque no realizó doble major. Esta denominación significa en Estados Unidos la disciplina académica a la cual se dedica el aspirante a pregrado. Si es doble el major, el tiempo de duración de estudios tarda en promedio entre 5 y 6 años. No es el caso de Peñalosa, quien obtuvo minor en historia, cuyo significado es disciplina académica secundaria que no confiere el grado único en la materia.
En lo relativo a sus estudios de posgrado, la respuesta oficial de la Alcaldía de Bogotá a los graves cuestionamientos a su titular es una burla inaceptable a la opinión y a quienes votamos por su nombre.
No es cierto —como sostiene con falsedad evidente un comunicado suyo del domingo—, que los estudios que aparecen certificados en 2000, correspondan a una maestría. Por el hecho de tratarse de un posgrado que no llevaba en 1979 la denominación de maestría o de estudios profundizados [diplome d´études approfondies, hoy desparecido] bajo el sistema francés, se trata de una especialización, no equiparable ahora y nunca bajo ninguna óptica a una maestría. Lo confirma el hecho de no haberse aportado tesis.
El proceso de Bologna, modificación integral del régimen de estudios superiores en la Unión Europea, establece el otorgamiento de maestría a quien además de satisfacer la aprobación del conjunto de cursos requeridos presente y obtenga aprobación de una tesis. Es claro que Peñalosa hizo una especialización. No maestría y menos doctorado.
Al invocar el comunicado el período extendido que media entre el día en que se concedió el diploma de especialización [1979] y la fecha actual con el propósito de impedir una categorización —que si es posible y jamás arrojaría el resultado de que se trató de una maestría— asume que los bogotanos somos una caterva de ignorantes e imbéciles.
¡No, señor Alcalde! Hay muchos, muchísimos, con mejores credenciales académicas que las suyas. Y millones con mejor calidad ética y personal. Ahora se entiende la incapacidad del burgomaestre para digerir nociones económicas avanzadas, de sofisticación apreciable, en los temas de inversión extranjera, productividad y ciudades inteligentes, pisoteando literalmente —ante la mirada atónita de expertos— estudios pioneros de entidades como McKinsey o PriceWaterhouseCoopers sobre ciudades inteligentes. Digerir y proyectar acerca de estos temas exige en un funcionario maestría en Economía.
No las dosis extremas de arrogancia para obliterar y soslayar posiciones diferentes a las suyas. Peñalosa dice que poco le importa su impopularidad, olvidando que fue elegido mayoritariamente con la votación y prestigio de Cambio Radical, conservadores independientes y no comprometidos.
El mundo ni empieza ni acaba con Usted, señor Peñalosa. Hay partidos, dirigentes y una ciudadanía activa y diversa que no desea más los enfrentamientos, mentiras y displicencia que vienen superando los desplegados por su antecesor. Y están interesados legítimamente en elecciones futuras en que su gestión puede comprometer triunfos y provocar derrotas. ¡Ojo, señor Peñalosa, con la palabra revocatoria, que hay ya miles de bogotanos dispuestos a marcharle!
Minor
Identificar el principio de desobediencia civil con las palabras de un jefe paramilitar no es un acto honesto intelectualmente. Es una acción deliberada o precipitada de un dirigente que ataca el principio de dignidad que merecen todos los agentes que participan en el debate público y justifica por sí propio la desobediencia que pretende evitar.
De desobediencia civil habló por primera vez Henry David Thoreau, una de las figuras tutelares de la nación estadounidense. Nacido en Concord, cerca de Boston, sobre él dijo el presidente Clinton en 1998 que es modelo de prácticas ciudadanas, enfatizando la superioridad de la desobediencia civil sobre la violencia y separando acto seguido las dos nociones.
Ronald Dworkin afirma que cuando la ley viola derechos nace el derecho a la desobediencia civil. John Rawls —una de las fuerzas motrices intelectuales de la Universidad de Harvard— lo justificó a plenitud cuando se satisficieran los requisitos de que fuera consciente, pública, no violenta y se dirigiera a aliviar el sentido de justicia. Es parte esencial de la definición de desobediencia civil que responda al sentido genuino de que la ley se ha tornado moralmente errónea, dice Rawls. La justicia es el valor más importante de la sociedad política y la resistencia a cambios asimilados como irrazonables y arbitrarios se hace correcta.
Para una mayoría nacional, el acuerdo de justicia con el movimiento Farc viola el derecho criminal internacional y abre las puertas a la impunidad. Para numerosos expertos, la manipulación de las Convenciones de Ginebra de 1949 atenta contra el Estado de derecho.
No se trata de erigir la paz como un derecho absoluto, que todos respaldamos, sino de permitir en torno a ella los consensos superpuestos que estudió Rawls. Acuerdos de justicia, ni más ni menos, dijo él, que acojan diferentes concepciones del bien público. Dentro del entendido, cabe agregar, de que se respeten aquellos mínimos de convivencia [respeto a víctimas] que el espíritu del Estatuto de Roma contiene en sus penas mínimas que el acuerdo de justicia ignora.
No se trata, como lo pretende el doctor Álvaro Leyva Durán, colombiano de la paz, de hacer acrobáticos, fríos y misteriosos ballets constitucionales que poco entiende la Colombia profunda, donde la ley y el respeto a los vulnerados desparezcan ante la mirada asombrada de las audiencias.
Se trata de algo tan modesto pero emocionante como un pasillo colombiano donde quepan los enamorados pero también los tristes y desilusionados, como son las víctimas cuyos derechos y dignidad eterna más que justifican la desobediencia civil y son vejados hoy por los acuerdos de La Habana.